Para mantenerse en el poder día tras día,
Fidel Castro solo requirió de un equipo médico atento y un sistema de seguridad
eficiente. Pero para perpetuarse le fue necesario sustentar una justificación
ideológica. Durante décadas, la política fue la razón de ser del Estado cubano.
A ello se sumó el desprecio a la economía y los proyectos faraónicos. Ahora,
con Raúl al mando de las tareas cotidianas de gobierno, todo ha entrado en una
dimensión más realista y menos heroica. Lo que está por ver es si ese realismo
se impondrá en los círculos militares que, al parecer, tendrán el control del
país tras la desaparición de ambos hermanos.
Lo que llama la atención es que mientras
el espectro amplio del sector más inconforme con la realidad cubana se
transforma de acuerdo a las características de la sociedad actual —y se podría
hablar de una disidencia tradicional y
un fenómeno más reciente, como son los blogueros—, la represión continúa
anquilosada en sus formas más burdas. En última instancia, el “recurso
perfecto” para acallar cualquier voz independiente en Cuba son los actos de
repudio.
Tacañería de un Estado que no admite la
menor manifestación de independencia, donde la función opositora ha
evolucionado de un enfrentamiento radical al desacuerdo, la disidencia y la
simple búsqueda de una vida propia, sin que se permita la menor apertura de un
espacio político. Mientras los métodos represivos cambian de tácticas
―detenciones por varias horas, advertencias―, el mecanismo de terror se
mantiene inalterable.
Esto permite establecer el contraste
entre una represión sin tregua y una actividad de respuesta que limita su
acción, en la mayoría de los casos, al terreno de la palabra. No solo el
oponerse, sino el simple hecho de contestar con voz propia es delito en Cuba.
Una y otra vez, el acto de repudio se
utiliza con el mismo objetivo: además de sembrar el miedo, crear el desaliento.
Los argumentos son gastados, los recursos son viejos, pero la vida es una sola.
Estas actividades son la cara más turbia de un monstruo con varias cabezas, y
no deben verse de forma aislada. A ellas se une una campaña de descredito por
numerosos medios. Al régimen no le basta con castigar a los que alzan una voz
independiente, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio. Para ello echan
mano a dos recursos: la delación y la envidia. Alimentan la desconfianza,
porque el Gobierno sabe que ésta es un freno a la hora de dar un paso al
frente. Quieren ponerlo todo en blanco y negro, pero al mismo tiempo confundir
los límites. ¿Hasta dónde se puede llegar? ¿Qué crítica es permitida? Lo mejor
es quedarse tranquilo.
La
Habana dice una y otra vez que los blogueros, disidentes y opositores pacíficos
están al servicio del gobierno de
Estados Unidos. No porque intente convencer a nadie, sino porque sabe que es el
camino más seguro para reforzar la intimidación: una acusación que recuerda
castigos anteriores. No teme la repulsa
internacional porque sabe que los gobiernos responden a intereses y no a
ideales.
Al intensificar la represión, el régimen
no solo busca acabar con la esperanza de un cambio dentro de la isla. Le
preocupa también los cambios que se vienen promoviendo en Washington, los
avances en los esfuerzos que buscan establecer un enfoque sobre el problema
cubano que no esté fundamentado en una
retórica de confrontación directa. Ve como enemigos no solo a los opositores
conocidos, sino también a quienes de momento le manifiestan la fidelidad más
absoluta. Sabe que ésta se vería erosionada con una mayor cercanía entre la
isla y Estados Unidos.
Unas declaraciones de Guillermo Fariñas,
ofrecidas durante su visita a las oficinas del diario El Nuevo Herald en Miami,
vienen a confirmar ese temor del régimen.
Militares cubanos están estudiando los
cambios ocurridos en Rusia y agentes de
la Seguridad del Estado están siendo amables con los disidentes, en preparación
para una posible transición en la isla, dijo el opositor. Algunos de los
oficiales temen un colapso repentino del sistema comunista y “ellos no quieren
que les pase como a la gente de (Moamar) Gadafi” en Libia, agregó Fariñas.
Según el activista, oficiales le dijeron
que algunos de los asesores del gobernante Raúl Castro han sugerido que se debe
admitir de 15 a 25 disidentes en el parlamento nacional. Castro respondió que
estaría de acuerdo, pero que su hermano Fidel nunca lo permitiría.
Fariñas también describió un singular
encuentro con el actual primer vicepresidente Miguel Díaz-Canel —nativo de
Santa Clara y su compañero de clase en la escuela militar— seis semanas antes
del último ascenso de éste.
Fariñas dijo que pasaba frente a la casa
de los padres de Díaz-Canel el 4 de enero cuando vio a su amigo de escuela
estacionando su coche.
“Díaz-Canel le estrechó la mano
calurosamente y le preguntó por su salud. Hablaron durante unos 15 minutos,
dijo el disidente, en gran parte sobre su huelga de hambre de 135 días en 2010,
que lo puso en el hospital en varias ocasiones”, de acuerdo a la información de
El Nuevo Herald.
“El vicepresidente señaló en la charla
que Fariñas se había negado a hablar con varios emisarios del Gobierno durante
la huelga, dijo el disidente, y le preguntó si Fariñas hubiera estado dispuesto
a hablar con él”, agrega el diario.
“Fariñas dijo que le informó a Díaz-Canel
que efectivamente hubieran hablado y el funcionario respondió que ‘lo iba a
tener en cuenta’. Agregó que tendría que informar de la conversación a sus
superiores en La Habana”, añade El Nuevo Herald.
Con independencia de que estos
comentarios de Fariñas no pueden ser confirmados independientemente, como el
propio periódico aclara, hay dos aspectos que vale la pena destacar: uno es que
hay una posibilidad muy real de que militares cubanos estén apostando a una
transición pacífica lenta en la que ellos no se vean comprometidos en hechos de
sangre. Otra es que declaraciones de este tipo, por parte de un opositor que
días antes recibió un homenaje en esta ciudad, eran impensables unos cuantos
años atrás. Se trata de un cambio saludable y necesario.
La confrontación ideológica, que hace
unos años alcanzó su definición mayor en la llamada “batalla de ideas”, quedó
reducida por un tiempo a las “reflexiones” del “Compañero Fidel”. Ahora se ha
disuelto en el sainete y la farsa (¿no lo fue siempre en parte?). El mayor
efecto que Fidel Castro produce en la isla es el de servir de rémora ante
cualquier posibilidad de cambio, según unos, o de servir de pretexto para
justificar la demora en ponerlos en práctica, según otros y lo que parece más
probable.
Raúl Castro ha limitado las definiciones
ideológicas al mantenimiento del statu quo, y a utilizar en sus discursos el
argumento de la “legitimidad de origen” (el triunfo durante la insurrección del
Movimiento 26 de Julio) para justificar la permanencia en el poder de él y su
élite.
Contrasta ello con su fama de gobernante
pragmático, ya que en este pragmatismo
lleva a plantear el fundamentar su mandato en una “legitimidad de ejercicio”,
la cual tendría que ser definida por alcanzar cierta prosperidad, ya sea
mediante la inversión extranjera adecuada y de una cierta liberalización
empresarial, o gracias al buen manejo de la enorme e ineficiente maquinaria
económica.
Desechadas las esperanzas de una mejora
sustancial del nivel de vida de los cubanos a corto plazo, Cuba sigue
esgrimiendo el argumento de plaza sitiada. Para ello tiene que apelar al espejismo
de una retórica de confrontación, que prescinde de la palabra y la idea para
limitarse a una actitud soez. Carencia ideológica y tacañería de opciones que
ponen en peligro el destino de la nación y el futuro de aquellos que ayudan a
mantener al régimen. Incluso por ese beneficio —egoísta e interesado— los
oficiales de las fuerzas armadas deberían comenzar a presionar en favor de un
diálogo con la oposición.
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