Un juez federal de Miami decidió que el
espía cubano convicto René González puede quedarse en la isla permanentemente
si renuncia a su ciudadanía estadounidense. Es una decisión acertada.
González cumplió la sentencia de prisión en octubre de
2011. Todavía estaba cumpliendo tres años de libertad condicional.
El Departamento de Justicia inicialmente se
opuso al pedido de González —nacido en Estados Unidos— de pagar el resto de su
condena en Cuba, pero abandonó sus objeciones cuando él ofreció renunciar a su
ciudadanía estadounidense
Creo que la deportación de González es la
mejor solución para ambos países, Cuba y Estados Unidos, y me parece que éste
tiene el derecho a renunciar a la ciudadanía estadounidense.
Sin embargo, cuando el asunto se traslada
del individuo al Estado ―y en este caso la persona no es más que un instrumento
de un gobierno― vuelve a resultar desproporcionada la distancia entre lo que el
Gobierno cubano pide o exige y lo que concede.
Cuba debería comenzar por reconocer el
derecho a la doble ciudadanía, o al menos poner en práctica la ley
constitucional ―vigente pero no aplicada― que hace que la ciudadanía cubana se
pierde cuando un ciudadano acepta otra nacionalidad.
De esta forma, cualquier cubanoamericano
―una denominación que define una categoría de origen, pero no establece un
status migratorio o una legalidad ciudadana― tendría el derecho a entrar a la
isla con su pasaporte cubano, sin tener que renovar o adquirir el cubano.
Es decir, mientras en Estados Unidos la
distinción entre ciudadanía por nacimiento y ciudadanía por naturalización rige
en muy pocos aspectos de la vida cotidiana ―al punto que en muchos casos sólo
se recuerda en el caso de que a la persona se le ocurra la horripilante idea de
aspirar a la presidencia del país―, en la isla es una especie de letra
escarlata, que por la gracia del gobierno de los hermanos Castro uno no puede
quitarse de arriba.
No es ni siquiera pedir que la nación
cubana se comporte como el resto de muchos países civilizados, y permita la
doble o la triple ciudadanía, en momentos en que han desaparecido muchas
fronteras y los trámites de visados se han simplificado, a pesar de los
retrocesos impuestos por las diversas amenazas terroristas. Es simplemente dar
la opción de entrar como ciudadano cubano o como norteamericano al que ha
adquirido esta condición.
Por supuesto que en esos casos el Estado
cubano podría exigir la correspondiente visa, a falta de un tratado migratorio
al respecto, pero el visitante tendría la opción de entrar a su país de origen con
el respaldo de un país. ¿Quién respalda ahora al inmigrante o exiliado que
vuelve a la isla? El gobierno norteamericano se lava las manos con razón, y lo
establece bien claro.
Quien, pese a tener un pasaporte de
Estados Unidos saca uno cubano para entrar a la isla, está haciendo una
renuncia temporal y explicita de ciertos derechos que le brinda su país de
adopción. Se colocaba bajo una espada de Damocles por condiciones familiares o
personales. Pero en última instancia acepta la renuncia a muchos de los
derechos que recobró al abandonar Cuba, sea por un par de semanas o por un
período más largo.
La respuesta a esta disyuntiva no debe
ser una imposición por parte de otro Estado, como una prohibición o límite a
los viajes, sino un reclamo del exilio. Desafortunadamente eso no existe. En
Miami, por ejemplo, la mayoría de las organizaciones de exiliados se pierden en
una falsa beligerancia, cuando no en un puro negocio a costa de la disidencia y
la oposición en la isla. En lo que respecta al gobierno cubano, sólo le
interesa un exilio de borregos, formado por mansos viajeros a los que se exige,
en el menor de los casos, pasividad y obediencia sin chistar. Pero no basta con
ello. Desde hace años hay toda una campaña ideológica y de propaganda que
plantea como requisito fundamental, para adquirir la medalla del buen
inmigrante, el respeto a la “soberanía” cubana.
Resultaría un mal chiste si no fuera
patético. La caldosa de “soberanía”, “patria” y “nacionalismo” comenzó a
cocinarse en Cuba tras la desaparición de la Unión Soviética, el fin del uso
del término “internacionalismo proletario” y la conclusión de las aventuras
guerrilleras en todo el mundo. Hasta entonces, la unión mundial de los
proletarios había sido la norma del marxismo leninismo. Primero como ideal
central, durante la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre, y luego
como disfraz del expansionismo soviético. Pero más allá de sus tergiversaciones
―o a consecuencia de ello― el concepto fue un avance de lo que vendría después.
¿Qué es la globalización sino el internacionalismo corporativo? Sin marchas ni
consignas, se ha impuesto una forma de internacionalismo que avanza y
retrocede, pero al que ya es imposible abandonar incluso en época de crisis
mundial.
Al
ver amenazado su mundo de intercambios socialistas, el Gobierno cubano
retrocedió ideológicamente a un refugio del Siglo XIX y a una exaltación
patriotera de escuela elemental y logia de provincia. Tras años en que los
cubanos fueron relegados a l fondo de la fila por la llegada del último
guerrillero y el próximo becado, comenzó a repetirse que esos condenados a la
cola estaban orgullosos de su origen patrio y que reclamaban desde su lejano
turno que se “respetara la soberanía”.
Matrimonios de todo tipo, alianzas casi
imposible y reniegos de las luchas independentistas cuando miles de cubanos se
lanzaron a reconquistar la ciudadanía española no han bastado para que se siga
repitiendo, en las agencias cablegráficas, discusiones de expertos y programas
de televisión de todo tipo, que los cubanos son los patriotas más furibundos
que se conocen sobre la tierra. ¿Ignorancia, oportunismo o ganas de no buscarse problemas?