Uno de
los aspectos más característicos del gobierno de Raúl Castro es la lucha contra
la corrupción. Por supuesto que siempre se puede alegar, y especialmente en
Miami, que los principales corruptos son los miembros de la élite gobernante,
pero intentar limitar a ese argumento un problema que desde el surgimiento de
la república ha formado parte de la realidad cubana no enfatiza el debate sino
que lo reduce a una declaración política.
Durante
el mandato directo de Fidel Castro, el destape de un corrupto era más bien una
pérdida de la gracia otorgada por el jefe (“cayó en desgracia”) que el
resultado de una verdadera operación de rastreo, denuncia y castigo de lo mal
hecho.
Raúl
Castro ha modificado esta ecuación, y el perseguir los diversos tipos de
corrupción es una prioridad en la Cuba actual. No solo han caído algunos
importantes funcionarios sino también empresarios extranjeros, hombres de
negocios que unos pocos años atrás se consideraban “amigos”.
Sin
embargo, pese a esa campaña anticorrupción constante y amplia, persiste la
interrogante sobre si el sistema administrativo que se quiere mantener en la isa es capaz de existir sin la
corrupción; si ese mecanismo de desvío de recursos, latrocinio y desorden no es
también una fuente de estabilidad para el gobierno.
Lo que
resulta muy difícil, casi imposible, es eliminar toda esa corrupción imperante
sin dar al mismo tiempo formas alternativas de obtención de recursos, ingresos
e incluso de enriquecimiento.
Uno de
los aliados que por décadas ha empleado el gobierno cubano es la escasez. La
falta de todo, tanto para alimentar la envidia y el resentimiento como en
ocupar buena parte de la vida cotidiana de los cubanos.
Desde
que comenzó la escasez proliferó el mercado negro, y la fuente principal de este
siempre fue el robo. En ocasiones las mercancías se la robaban directamente al
Estado, sacándolas de sus almacenes, pero en otras eran los consumidores los
robados, quienes recibían menos de lo establecido. El ejemplo clásico del
carnicero que alteraba la balanza y a cada comprador le daba un par de onzas
menos de carne, para al final del día contar con varias libras que vender a
sobreprecio.
Así
surgió una mitología que se sustentaba en una práctica más o menos común en el
país antes de la llegada de Fidel Castro al poder —desde mucho antes de 1959
estaba integrado al folclor y la farándula el personaje del bodeguero, que
alteraba la pesa, y la existencia de inspectores para perseguir este delito— y
que siempre ha resultado muy conveniente al régimen.
En
primer lugar le quitaba actualidad, ya que al trasladar el surgimiento del
delito a una época anterior podía considerarse una lacra del pasado, y en
segundo porque creaba a un culpable vulnerable: no sólo ajeno sino contrario a
la ideología imperante. El ladrón convertido en contrarrevolucionario y la
víctima en cómplice: el vecino que se dejaba robar una porción de su cuota de
alimentos para después adquirir en el mercado negro una parte de lo que le
quitaban a él y a otros.
El egoísmo
y la desigualdad catalogados como las motivaciones principales para cometer el
delito, mientras que el afán de una sociedad igualitaria impulsaba a los
guardianes del orden.
Todo
esto no hacía más que encubrir las causas del problema —el mercado negro como
derivado del monopolio y la escasez— y trataba de enfocar la atención ciudadana
en el pícaro de esquina (bodeguero, carnicero) al tiempo que pasaba por alto
que los mayores robos se cometían en los centros de distribución y almacenes, administrados por funcionarios
de cierta jerarquía política.
Durante
las décadas en que Fidel Castro tenía la presidencia del país, las acusaciones
de ineficiencia o de apartarse de la línea oficial nunca lograron suplantar a
la corrupción como el crimen imperfecto del dirigente y funcionario cubano.
Ahora esta situación ha cambiado. Raúl Castro despide a trocha y mocha a
quienes considera incapaces.
Nada de
lo anterior niega o justifica la proliferación de corruptos en todas las
instancias del gobierno de la isla, sino más bien destaca que éstos son el
resultado y no la excepción del sistema.
Mientras
gobernó Fidel Castro, los parámetros políticos tuvieron un mayor peso que la
capacidad administrativa, a la hora de escoger a una persona para dirigir una
empresa. Ahora cada vez más se impone una mezcla de realidad capitalista bajo
una envoltura o disfraz de esfera de servicios socialista, donde la ineficiencia
no se justifica con la retórica.
Quedan
por ver aún mayores resultados en esta batalla de Raúl Castro —como suele
ocurrir en la isla, poco se divulga sobre los juicios celebrados—, porque la corrupción
es inherente al régimen implantado por su hermano y sostenido por él: algo
endémico al sistema, pero que se trata de presentar como ajeno.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición de hoy lunes 20 de junio.