El canon o modelo cultural que por años ha tratado de
imponer la cultura oficial cubana a la literatura exiliada parte de una
definición: el centro de la literatura cubana está en la isla.
Esta especie de camisa de fuerza tuvo su formulación más
conocida en el concepto del Aleph literario cubano, expresado por Ambrosio
Fornet.
Según Fornet, el Aleph de la cultura
cubana se encuentra en la isla. La afirmación fue hecha como un afán para
establecer un lugar ideal, donde radica la totalidad de las posibilidades de
los creadores, las que confluyen sin
confundirse y son vistas desde todos los ángulos; el sitio en que converge y se
almacena íntegra la diversidad artística; el universo que contiene todos los
bordes y fronteras y cuyo centro no es un punto sino una circunferencia
infinita.
Esa letra —que más que un alfabeto es una enciclopedia—
está en una nación que siempre ha escapado a las definiciones: una nebulosa en
vez de una esfera; un país pequeño y limitado por aguas profundas en busca de
la otra costa; una imagen que aspira a ser un concepto y no termina de
definirse. Apenas una idea.
El Aleph fue un recurso de urgencia, que buscó apoderarse
del argumento de un cuento del argentino Jorge Luis Borges, para al igual que en la narración intentar
encerrar el universo en un sótano y permitir decir al que lo poseyera: “No soy
el dueño del mundo, ni soy una parte ajena o cercana de ese mundo: soy el dueño
del centro al que confluye el mundo”.
De esta forma, se trató de aplicar, en el plano
literario, un reduccionismo que no era más que una justificación de un proceso
que, desde su nacimiento, pretendió ir más allá de sus fronteras. Primero
geográficamente, con la definición colegial de un libro de texto —la Geografía de Cuba, de Antonio Núñez
Jiménez— donde se afirmó que no bastaba
hablar de la Isla de Cuba, ya que lo correcto era referirse al Archipiélago
Cubano. Luego en su vertiente guerrillera, con la conversión en un foco de
irradiación de la violencia. Después imperialista, con el empleo de las fuerzas
armadas transformadas en un instrumento de guerra extraterritorial en África.
Globalizadora por último, con la exportación de médicos, maestros y técnicos a
diversas naciones.
Un reduccionismo fundamentado en una vieja idea
colonialista: todo esfuerzo literario, gráfico y musical fuera de la metrópolis
no es más que un apéndice —a veces válido pero secundario— condenado a girar de
acuerdo al poder dominante. La gravitación no como una fuerza de atracción
recíproca sino como una relación de causa y efecto.
En Cuba este reduccionismo ―disfrazado con el ropaje de
un plan abarcador― ha tratado de sortear el egocentrismo bajo el disfraz de la
asimilación cultural: reconocer la existencia de una literatura del exilio, una
plástica internacional y una música caribeña que trascienden las fronteras del
país, pero que no dejan de ser limitadas en sus logros y dependientes de la
raíz. La nación no como fuente nutritiva sino como campana bajo la cual
respirar.
El concepto estereotipado de la patria como madre, agrandado
al endiosamiento del Estado —padre para los residentes en la isla, padrastro
para quienes viven en el exterior— todopoderoso, vigilante y ceñudo.
Así, y desde hace años, las instituciones del régimen se
han otorgado el privilegio de ser las depositarias de toda actividad creadora
—incluso las desarrolladas en las antípodas del espectro ideológico— al
considerarse investidas de la autoridad necesaria para decretar lo que vale y
brilla —o lo que no vale y no brilla— en la cultura cubana, dentro y fuera de
la Isla.
Al fracaso del
intento de edificar un canon revolucionario siguió la voluntad de
adopción de criterios más amplios, que permitieran el reconocimiento de los
logros estéticos de lo que hasta entonces se consideraba la cultura del
enemigo, pero a partir de una definición que mantenía inalterable el centro del
poder. De ese canon revolucionario, que por décadas midió, a la literatura
cubana, se pasó a un canon patriótico y nacionalista.
Mencionar a Borges se convirtió en la exhibición más
colorida de ese ideal de rectificación: un abandono de la intransigencia
salvaje y la ferocidad de Calibán en favor de una incorporación de la habilidad
y la brillantez de Ariel.
La emoción de la rebeldía fue —más que un disfraz de la
envidia—la justificación del envidioso durante la etapa “calibanesca”. Luego
predominó un Calibán más refinado, pero que no había abandonado por completo
ese sentimiento original, porque por mucho tiempo formó parte de su existencia.
El problema actual en Cuba es que se ha desmoronando ese
edificio que sustentaba la prepotencia imperial, y lo que impera es una
sobrevivencia entre escombros. Uno de los problemas del exilio es que,
paradójicamente, algunos insisten en mantener vivo ese espíritu imperial.
Por supuesto que la realidad es mucho más compleja.
Durante mucho tiempo, el escritor, pintor y músico exiliado se vio privado de
sus principales lectores o espectadores, lo que justificaba el planteamiento de
un público primordial en la Isla. Lo que imperaba —y aún se intenta― era la utilización
de ese eje con fines ideológicos, en una tergiversación de la verdadera función
de protección cultural de un Estado.
Sin embargo, el concepto de lector y literatura nacional
avanza hacia la extinción ―o al menos hacia una redefinición tan amplia que
deja fuera el nacionalismo cultural. Los organismos del Gobierno cubano aún
practican criterios políticos como puntos de definición a la hora de catalogar
a los intelectuales y artistas que viven en el exterior. Es en el rechazo de
esta actitud donde deben coincidir los autores que viven en Cuba y en el exilio.