Falta en Miami la crítica contundente, la
audacia de la denuncia y la sonora “trompetilla” que alerte contra tanto
fariseo de turno, líder improvisado y político irresponsable deseoso de obtener
un cargo tras abusar de los sentimientos de los votantes.
Resulta lamentable que buena parte de
nuestros programas de radio y televisión estén en manos de cómicos chabacanos,
especialistas en el chiste pornográfico, maestros en el oficio de apelar a la
vulgaridad y repetidores de las mismas burlas que conocemos desde hace muchos
años.
Nada más cómodo que atacar a cualquier
figura odiada por los exiliados cubanos y venezolanos. Siempre se cuenta con la
seguridad de que no importa el poco esfuerzo dedicado a la broma: al final la
añoranza y el desprecio en el público hacia el dictador o el militar burlados
compensarán la falta de talento. El entusiasmo se limita al ejercicio
compulsivo de satisfacer un ansia de justicia o venganza, aunque sea a través
de una risa forzada.
Esta situación de pobreza en la gracia,
raquitismo de actuación y carencia de ingenio no ha cambiado con el surgimiento
de rostros nuevos.
En el caso de los cómicos cubanos
llegados en los últimos años, las nuevas generaciones parecen sentirse
obligadas a repetir los viejos esquemas, copiar modelos desarrollados durante
la década de los años cincuenta en la isla e intentar revivir éxitos de otra
época, en versiones que nacen falsas o se agotan en un par de programas.
Una caricatura del bufo por aquí, una
chancleta por allá y varias modelos que ahorran lo más posible en ropa para
tratar de salvar al show de la bancarrota, mientras el productor sueña con
censores que se acuestan temprano esa noche, confía en la ignorancia de éstos
—al menos en lo que se refiere al dominio del español— o alimenta la ilusión de
que gracias a la proliferación de las escuchas telefónicas, el gobierno federal
dejó a la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) sin fondos para más cintas
de grabación.
Si la mediocridad es tan tolerada en
Miami, es en parte porque la intransigencia siempre está dispuesta a imponer
una autoridad cuyo poder descansa en el uso de la intimidación y el miedo como
su consecuencia más lógica.
El rechazo a toda forma irónica de
impugnación de esta autoridad se fundamenta en el temor, por parte de los centros
de poder político, de que algún día se logre la formación de un público
televidente —y por consiguiente, de un electorado— más maduro. El miedo de que
surjan lectores ajenos a la superficialidad sentimental de quienes acorralan el
análisis de los hechos dentro de cuatro frases comunes. La pesadilla de que se
queden sin oyentes quienes se hacen eco de las frases triviales del vocero
gubernamental de turno.
Nada mejor para un político —sin otro
plan que responder a los intereses que lo colocaron en Washington o
Tallahassee— que contar con el auxilio de unos cuantos adláteres situados
convenientemente tras un micrófono, una cámara o un medio de prensa escrita. “Comunicadores”
siempre dispuestos no sólo a servir de caja de resonancia, sino incluso a disfrazarse
de maestros de historia, llenos de gozo ante la imagen idílica de alumnos
obedientes, que disfrutan de sus versiones tergiversadas en la modorra plácida
de las aulas provincianas.
Para todos ellos, nada mejor que las
palabras de Jorge Mañach en su Indagación del choteo, cuando denunció la
influencia ejercida por “el periodismo vocinglero y aldeano que generalmente
hemos padecido, el arribista intelectual que ha sentado plaza de maestro, el
profesional que se ha prestigiado míticamente, el político con antecedentes
impublicables, la revista que ha querido ser cómica y no ha pasado de
chocarrera o la farsa que, so capa de criollismo, ha escondido sólo una
pornografía grosera y una esquemática plebeyez”.
Mañach, que en su época criticó las
funestas consecuencias —en el orden moral y cultural— de un choteo que no podía
justificarse sino como “un resabio infantil de un pueblo que todavía no ha
tenido tiempo de madurar por su cuenta”, reivindicaba la “función crítica
saludable” de éste cuando se convertía en el delator formidable de una “autoridad
huera o improvisada”.
Es este choteo crítico el que hace falta
en Miami, la “trompetilla” eficaz para “punzar soberbias o meros prestigios
inflados”, el cultivo de una ironía que le salga al paso a tanta grandilocuencia
de esquina y fachada patriotera. Hasta que eso no ocurra, varios políticos y
funcionarios locales, estatales y federales seguirán choteándonos: burlándose
de nosotros, riéndose a nuestras espaldas, convirtiéndonos en sus víctimas.