Sorprende el afán
de los marxistas cubanos por encontrar asideros en un mundo que sobrevive en
medio de las ruinas. Habitan un país con un sistema que no llegó a derrumbarse
—como ocurrió con el socialismo en Europa Oriental—, pero que lo único que ha
logrado es una salvación fragmentada. Alguien con un convencimiento verdadero
en la existencia de un porvenir para el socialismo —no viene al caso referirse
a los montones de oportunistas— se enfrenta a la paradoja de vivir en una
nación cada vez más alejada de este sistema político. Al tiempo que su vida es
regida por un gobierno alabado como símbolo de la resistencia anticapitalista,
encuentra que mencionar esa resistencia es
uno de los pretextos más socorridos para no emprender las transformaciones imprescindibles
para salir de la crisis económica y social en que está inmersa la Isla. Al
final, la retórica que impide hablar de reformas y cambios, y se limita a
señalar una pálida actualización es un cubo de agua fría que cae a diario sobre
los cubanos. Da la impresión que sus planteamientos sobre el futuro resultan
más bien una racionalización para justificar el aferrarse al pasado.
En primer lugar,
en Cuba nunca ha existido socialismo. Fidel Castro, por conveniencia política
circunstancial, jugó la carta de situar su gobierno dentro del campo del
comunismo soviético. Lo demás son diferencias, matices que vale la pena
estudiar y semejanzas bastante conocidas. El comunismo ―tal como se conoce y como se puso en práctica
en la desaparecida Unión Soviética― es un
sistema malsano por naturaleza, como en su momento lo fue la esclavitud. No
tiene ni nunca tuvo salvación. El engendro que llevó a la práctica Vladimir I.
Lenin fue el de un sistema totalitario cruel e inhumano. Desde hace largas
décadas muchos defensores del comunismo han buscado en las características
personales lo que no es más que el fundamento de un programa que desprecia al
individuo y encadena a toda una sociedad bajo un mando despótico. En lo que se
refiere a forma de gobierno, Stalin no fue ni un desvío torpe y sanguinario, ni
tampoco el hijo putativo de Lenin. El estalinismo fue el fruto y el logro de la
práctica leninista. Por supuesto que existen diferencias tácitas y estratégicas
entre el modelo adoptado por el primero, al inicio de la revolución rusa, y la
puesta en marcha después por el segundo de una teoría centrada en la URSS y
fundamentada en un nacionalismo ajeno a los planteamientos de Lenin, pero en
cuanto a la maquinaria del poder, esta comenzó a edificarse tras la toma del
Palacio de Invierno. Hay quizá una paranoia y un antisemitismo propios de
Stalin que llenan su biografía, pero sólo en algunos aspectos particulares
podrían trazarse diferencias. Lo demás, es aplicar al estudio de la historia
una de las mejores tramas novelescas jamás creadas: Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Considerar al
estalinismo como una desviación del comunismo, y no como el resultado a partir
de su esencia, es un argumento repetido una y otra vez en las argumentaciones
que muchos marxistas cubanos continúan sosteniendo. Tal asidero ―que ya no resulta conflictivo como años atrás― encierra una esperanza que en un futuro
justificaría trasladar igual tesis a la mayor parte del mandato de Fidel Castro
o incluso de su hermano. Así, todo se limitaría a definir el momento de desvío
dentro del proceso revolucionario cubano y a partir de ahí hablar de un Fidel o
un Raúl similares a Stalin, pero al mismo tiempo salvaguardando el ideal
leninista.
Cualquier
estudioso del marxismo que trate de analizar el proceso revolucionario cubano
descubre que se enfrenta a una cronología de vaivenes, donde los conceptos de
ortodoxia, revisionismo, fidelidad a los principios del internacionalismo
proletario, centralismo democrático, desarrollo económico y otros se mezclan en
un ajiaco condimentado según la astucia de Fidel Castro. No se puede negar que
en la isla existiera por años una estructura social y económica —copiada con
mayor o menor atención de acuerdo al momento— similar al modelo socialista
soviético. Tampoco se puede desconocer la adopción de una ideología
marxista-leninista y el establecimiento del Partido Comunista de Cuba (PCC)
como órgano rector del país. Todo esto posibilita el análisis y la discusión de
lo que podría llamarse el “socialismo cubano”.
Cuba sigue siendo
una excepción. Se mantiene como ejemplo de lo que no se termina. Su esencia es
la indefinición, que ha mantenido a lo largo de la historia: ese llegar último
o primero para no estar nunca a tiempo. No es siquiera la negación de la
negación. Es una afirmación a medias. No se cae, no se levanta.
Por eso la
pregunta de ¿por qué no se cayó el socialismo cubano? puede ser respondida en
parte con otra interrogante: ¿qué socialismo? Y luego complementada con otra
más correcta: ¿por qué no se cayó el castrismo? La desaparición de un caudillo
no es igual a la de un sistema. En Cuba el PCC nunca ha funcionado como una
estructura monolítica de poder real, que actua con una verticalidad absoluta,
sino era y es más bien un instrumento de poder del gobernante
Son muchas las
contradicción en que viven quienes aún defienden una vía socialista para la
Cuba del futuro. Quizá la más importante es que la cúpula de gobierno que dice
constituir la principal garantía para impedir el establecimiento de un
capitalismo, al estilo norteamericano, es a la vez el principal obstáculo a la
hora de buscar soluciones de acuerdo a un pensamiento revolucionario.