Más allá del mal uso y la falta de
control sobre los millones de dólares que desde hace años viene destinando
Estados Unidos para supuestamente hacer avanzar la libertad en Cuba, fortalecer
la sociedad civil y favorecer el respeto a los derechos humanos, hay varios
aspectos que llaman la atención en lo que hasta el momento no ha sido más que
un gran derroche de fondos.
En primer lugar, hay que señalar el
desconocimiento y la prepotencia que subyace en ese esfuerzo, aparentemente
democrático y generoso, que ha llevado a la impresión de miles de textos sobre
la importancia de los derechos humanos.
Lo que en un primer momento pudo haber
sido una labor educativa, se ha convertido en el pretexto perfecto para
justificar costos de imprenta, compras en librerías y elevados gastos de
distribución.
El fundamento que ha determinado tal
colosal botadera de dinero es, en el mejor de los casos, de un paternalismo
grosero, por no decir una muestra de racismo: quienes viven en la isla no han
exigido mayores libertades porque las desconocen.
El camino del aprendizaje —de acuerdo a
esta estrategia— abriría las puertas de una mayor conciencia ciudadana, con la
consecuencia de un aumento en las protestas y una mayor exigencia hacia el
respeto de los derechos humanos. Esto no ha ocurrido. En primer lugar porque se
pasan por alto las características esenciales de la naturaleza represiva del
régimen de La Habana, a lo que se añade que se sobrevalora la función de una
propaganda hecha para complacer a Miami, que desconoce lo que realmente ocurre
en la isla.
Al limitarse a la vía, socorrida y
sencilla, del envío masivo de folletos, un aspecto muy importante se pasa por
alto. Es el rechazo natural que tiene el pueblo cubano al bombardeo de
propaganda, algo que ha padecido durante décadas.
El segundo aspecto llega precisamente por
el rumbo contrario. Si se contabilizan los millones de dólares dedicados al
incremento del periodismo independiente en Cuba, y se contrapone esta cifra con
el valor de la información enviada desde la isla, hay que concluir que en
Estados Unidos la palabra se paga a un alto precio. O al menos algunas palabras
o las palabras de algunos.
Cabe preguntarse qué importancia han
tenido tantos y tantos artículos de poca calidad, así como reportajes mal
hechos, que desde hace años llegan a la Florida y a todo el mundo gracias a la
existencia de supuestas “agencias” que aquí en Miami los recogen y distribuyen.
¿Han ayudado a conocer mejor la realidad
cubana? ¿Han sacado a la luz hechos importantes? ¿Se puede creer en lo que se
afirma en muchos de ellos? Aunque la prensa independiente cubana ha logrado
ofrecer algunas informaciones de valor sobre lo que ocurre en Cuba, en otros
casos estas preguntas aún tienen una respuesta negativa. No se trata de
exigirle demasiado a la prensa independiente, pero tampoco de sobrevalorar sus
resultados. En lo que la ecuación sigue brindando un producto de pobre calidad
es en la reprodución en Miami o Madrid de informaciones dudosas, que nunca
llegan a ser verificadas de forma independiente y que a los pocos días
desaparecen de los titulares.
A esto se añade que mientras en Miami hay
demagogos y tergiversadores, que perciben ingresos substanciosos gracias a
estos materiales —cuya veracidad de contenido no debe ser cuestionada, según el
canon del anticastrismo imperante en esta ciudad—, sus autores en la isla
reciben migajas, y eso sólo en el mejor de los casos.
Los dos aspectos anteriores son hasta
cierto punto secundarios ante el derroche que representan viajes, congresos y
reuniones de acólitos en los puntos más diversos del planeta.
La clave aquí no es que varias
organizaciones de Miami y Washington se dediquen a estas labores, sino que las
lleven a cabo con el dinero de los contribuyentes norteamericanos. No es
correcto que con fondos fiscales se financien programas que intentan producir
un cambio de régimen en Cuba. Lo que tiene que hacer Washington es acabar de tirar
a la basura cualquier plan —concebido por burócratas, políticos y vividores—
destinado a una supuesta transición democrática en la isla, y limitar la ayuda
en este sentido a un fondo humanitario para los opositores que continúan
presos.
Quienes en esta ciudad apoyan de forma
activa a la disidencia expresan que este movimiento no debe ser aislado, que
las voces de quienes protestan, critican o se oponen pacíficamente al gobierno
de La Habana deben ser escuchadas en todo el mundo.
Lo que no aclaran es cuál es el bolsillo
del que salen esos dólares. Si los exiliados en Miami estuvieran dispuestos a
aportar recursos para estas labores, sería entonces un esfuerzo privado, que
siempre y cuando se realice dentro de las leyes establecidas es perfectamente
legal. Sin embargo, lo que quieren muchos de los que dirigen esas
organizaciones es que el gobierno subvencione una labor de cambio de régimen,
en que el aparente patriotismo corre por su cuenta mientras el dinero sale de
otra parte.
Se trata de la retórica de la
justificación del fracaso, ante la incapacidad para transitar formas nuevas,
que pueden ser de mayor efectividad en la defensa de los derechos humanos.