A
partir de 1971 la novela policial cubana conoce un auge, singular en más de un
sentido, en la literatura de la isla. Mientras se afianza la censura —causa de
un estancamiento que se ha intentado fijar en un quinquenio— y florece la mediocridad,
se promueve un género que solo cuenta con un antecedente —Enigma para un domingo de Ignacio Cárdenas Acuña— tras el triunfo
revolucionario. Las instituciones culturales, devenidas en órganos rectores de
la represión intelectual, asumen la responsabilidad de promover un esquema
formal —una poética de la persecución— que muestra al delito como un fenómeno
ajeno y a punto de ser extirpado por el avance de la legalidad socialista y la
creación del hombre nuevo.
En
estas circunstancias, resulta lógico que el Ministerio del Interior lance un
concurso para premiar ficciones y testimonios que enfatizan una lucha en que la
victoria está a la vuelta de la esquina: presentar al delito vulgar y político
como una lacra de un pasado a punto de desaparecer.
Al igual
que otras paradojas de la revolución, la literatura policial cubana brota
cuando con más fuerza se impone el criterio de que uno de sus protagonistas (el
delincuente) representa la excepción y el otro (el policía) contribuye a crear
un mundo ideal. Es difícil atrapar la realidad cuando se aspira a la utopía.
Personajes que son marionetas de un antes y un después, a los cuales solo
mueven hilos políticos. Menospreciada culturalmente y víctima de la competencia
extranjera durante un pasado cercano, la novela detectivesca cubana cae
entonces en una nueva trampa: hay interés en su desarrollo, pero no puede
despegar debido al lastre ideológico.
Estilo
y contenido criminales que surgen huérfanos y raquíticos. Con la excepción de
Lino Novás Calvo, no hay escritores destacados de un género encerrado en la
imitación burda y relegado a la prensa semanal, la radio, un poco de televisión
y alguna película mediocre. Antes del primero de enero de 1959, los lectores
nacionales dependen fundamentalmente de los autores norteamericanos para el
consumo. También de algunos nombres famosos europeos, que ya forman parte del
conocimiento universal, y de las traducciones publicadas en las revistas
semanales. Luego se produce un vacío —en que los pocket books pasan de entretenidos a subversivos— que no llena la
limitada publicación de varias obras clásicas.
Quienes
se dan a la tarea de “atrapar al criminal” en un libro, cuentan con una serie
de pistas y claves a mano si apresan a la imaginación y se desvían hacia el
relato de espionaje —limitado éste a demostrar solo la lucha contra los agentes
enemigos y en última instancia encerrado en el genero testimonial, aunque se
trata del testimonio de lo que se podía contar—, pero transitan un terreno
mucho más peligroso a la hora de enfrentar a ladrones y asesinos que procuran
el lucro, la venganza o el placer de matar.
Para el escritor policial quedan los modelos que
deshilvanaban el descubrimiento del crimen como una forma de ejercicio
intelectual —propio del género en sus inicios— y el relato chato del
delincuente como un degenerado. El problema es que el primer esquema es que
está para entonces agotado literariamente, y que además requiere de un decorado
ausente en la isla. Con el segundo ocurre algo peor: es incapaz de producir una
buena obra.
Muy
dura la situación para quien intenta aportar algo nuevo. El crimen es real.
Aunque se alimenta de circunstancias extremas, no permite andarse por las
ramas. La literatura es imaginación, no legajo judicial. La política se traduce
en censura. Tres aspectos difíciles de combinar a la hora de escribir una buena
novela.
Las
circunstancias literarias y nacionales obligan al autor a apoyarse en las
novelas empeñadas en describir —dentro de una trama realista— la corrupción
social y política de una ciudad o un país, lo que en la práctica significa
fundamentar el relato recurriendo a la tendencia norteamericana de la escuela Hardboiled, caracterizada tanto por el
rigor de la escritura de sus mejores exponentes como por la denuncia de los
males sociales y políticos.
Esta
forma de denuncia —saludada con varias ediciones cubanas de los libros de Dashiell Hammett y Raymond
Chandler, en un empeño de divulgación que en lo fundamental obedeció al valor
literario de las obras, pero que siempre tuvo a mano la justificación de
mostrar los males de la sociedad norteamericana— no era entonces admisible en
Cuba. Si acaso un pálido reflejo. El rojo es militancia comunista y el negro
podredumbre capitalista. La ideología de una blanca pureza. La mezcla de
colores produce una literatura gris.
Para ese autor empeñado en el genero policial
cubano, los obstáculos se multiplican por el hecho de que tras el triunfo de
Fidel Castro en la isla dejan de existir los detectives privados —Cárdenas
Acuña sitúa su novela en una época prerrevolucionaria—, el no poder presentar
relatos en que la policía es corrupta, decir que en ocasiones los funcionarios
públicos se alían con los ladrones, son incluso los más delincuentes o permitir
al lector reconocer que en el presente y no en el pasado está la fuente del
crimen.
Leonardo
Padura inicia su serie sobre el teniente Mario Conde a principios de la década
de 1990. Hay que anotar la fecha, imprecisa y recurrente en sus libros. Es el
momento en que la novela policial adquiere carta de ciudadanía literaria en
Cuba y el género retoma el carácter de denuncia que lo caracteriza.
Descartados
todos los libros que no merecen una lectura dominical, además de Cárdenas Acuña
—que conserva apenas su valor de iniciador— solo queda el logro parcial de Luis
Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera con El cuarto círculo —una novela bien construida, pero resuelta de
forma demasiado esquemática y dentro de los cánones ideológicos del realismo
socialista policial.
Sin
embargo, no todo es empeño personal: fue necesaria la caída del Muro de Berlín
en 1989 y la posterior desaparición de la Unión Soviética. La crisis hunde al
país, pero permite el nacimiento de un mundo literario personal en que los
límites entre el bien y el mal no están en blanco y negro: juego de máscaras
que muestran aspectos de la realidad nacional hasta entonces ocultos, males que
no nacieron de un día para otro, pecados de juventud que son ahora crímenes del
momento.
Las
novelas policiales de este escritor habanero nacido en 1955 —ganador de varios
premios internacionales, como el Café Gijón de Novela 1995 y el Premio Hammett
1997-1998— nos permiten acercarnos a la crisis de valores que atraviesa la
sociedad cubana. De la denuncia al desencanto, en un principio estas obras no
se plantean una ruptura frontal con el sistema, pero con cada nueva entrega
crece la visión de un panorama nacional en que reina el desencanto. Lo que en
un inicio fue reflexión crítica sobre la sociedad, ha terminado en un ejercicio
de supervivencia caracterizado por un desfile de personajes que intentan
mantenerse a flote tras el naufragio. No es su único valor, porque mayor
importancia tiene la habilidad del narrador para mostrarnos la descomposición
de un país que aspiraba al futuro y está atrapado entre la imposibilidad de
volver al pasado y la ausencia de una vía por la cual salir adelante.
A medida que crece el deterioro
nacional, Padura sigue rompiendo barreras y avanzando por un espacio literario
donde en no pocas ocasiones ha tenido que recurrir a disfraces y desviaciones.
Un escritor diestro en sortear la complicidad y la benevolencia con un andar
que aumenta su domino de la prosa. Un equilibrista dispuesto a ejercer un
oficio en que cada nuevo paso puede llevar al aplauso o a la caída.