Dos declaraciones, de dos funcionarios
con jerarquías muy diferentes y pronunciadas en los dos sitios más disímiles,
dan cierta pista sobre los actuales
objetivos económicos y políticos del gobierno cubano, aunque con La Habana la
aritmética a veces falla, y uno más uno puede ser cualquier cosa.
La primera de las declaraciones es del vicepresidente
Marino Murillo. La ofreció a un grupo de corresponsales de la prensa extranjera
en Cuba, el martes de la pasada semana.
“En la formación del Producto Interno
Bruto la empresa estatal socialista va a seguir siendo determinante... con un
poco más de eficiencia”, dijo Murillo.
La segunda corresponde al cónsul general
de la Oficina de Intereses de Cuba en Washington, Llanio González, y fue dada
en Miami.
“El país está en un proceso de grandes
cambios, no solo desde el punto de vista de actualización del modelo económico,
sino también de lo que se llama la institucionalización. Hay muchas leyes
nuevas que se están estudiando. Va a haber una nueva ley de inversión extranjera
donde, por supuesto, van a estar incluidos los cubanos”, dijo González.
Muchos pensaron que Raúl Castro, una vez
en el poder de forma permanente, desarrollaría un modelo similar al chino. Sin
embargo, una mirada hacia atrás no permite muchas esperanzas en este sentido.
En los años 90, que fue el momento de
mayor liberalización económica, las Fuerzas Armadas Revolucionarias iniciaron
una gran expansión de sus actividades económicas, pero sin inclinarse a llevar
a cabo un proceso de reformas de mercado sino a buscar la financiación de sus
propias fuerzas, y de paso el enriquecimiento o al menos la mejora del nivel de
vida de los oficiales.
Años atrás podía argumentarse que Fidel
Castro era el elemento de freno a la ampliación de este proceso, pero en la actualidad los motivos que frenan el
desarrollo económico trascienden el simple marco de la gestión y tiene un
aspecto político fundamental.
Ahora caben menos dudas de que cuando
Raúl habló de “reformas estructurales” se refería más a factores organizativos
que a una ampliación sustancial del limitadísimo sector de la producción y los
servicios por medios privados.
El centro de la reforma raulista —o
“actualización”, como prefiere llamarla el gobierno— es poner fin a la quimera
igualitaria que siempre fue más una consigna que un objetivo sincero desde que
Fidel Castro llegó al poder en 1959. Sólo que este fin del igualitarismo no se
fundamenta en un reparto amplio de posibilidades para desarrollar iniciativas
económicas, sino en un reparto de parcelas
de beneficios.
Al clausurar la Primera Sesión Ordinaria
de la VIII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, en el Palacio
de Convenciones, el 7 de julio de 2013, el gobernante Raúl Castro volvió con la
vieja cantinela de la “vigencia de la ley de distribución socialista” y a
repetir un viejo dogma: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su
trabajo”. Es de nuevo el empleo sistemático de esquemas, opiniones y análisis
pasados de moda, pero de ortodoxia comprobada: ¡Por favor, olvídense de la
Crítica al Programa de Gotha! Cuba no va a lograr un verdadero desarrollo sino
se despoja de prácticas económicas obsoletas.
En última instancia, hasta ahora la
“actualización” que lleva a cabo el gobierno cubano se asemeja más a la
creación de un Estado mercantilista que al establecimiento de un capitalismo de
Estado. Y aquí es donde entra a jugar la segunda declaración, la del cónsul Llanio
González. La Plaza de la Revolución está dispuesta a mostrarle una ventana a determinados
inversionistas cubanos, pero sin que ello signifique abrir la puerta. El
escenario ideal para este planteamiento es por supuesto Miami. No solo porque
es en esta ciudad donde realmente existe la posibilidad de encontrar exiliados
con los recursos necesarios —el planteamiento de que ya cubanos residentes en
Europa lo están haciendo no pasa de ser una referencia anecdótica—, sino porque
aquí también ya hay lo que vendría a ser un modelo a seguir: las agencias de
viajes. Estas agencias son negocios capitalistas, que singularmente cumplen con
normas establecidas de común acuerdo por dos países que son antagonistas
políticos. El objetivo actual del gobierno cubano es buscar la forma de que en
otras esferas económicas, del sector de los servicios, se repita un esquema
similar. Es decir, ampliar el negocio. Por supuesto que para ello se necesitan
cambios no solo en leyes cubanas, sino también estadounidenses, pero la hoja de
ruta ya existe.
Así que Murillo habla de la “empresa estatal
socialista”, determinante en la economía, pero en la práctica este limitado
sector empresarial no va jugar un papel tan clave solo en función de su
productividad, sino que será bajo el respaldo de un engranaje mayor de control
social, político y económico, al que desde hace años La Habana ha incorporado
al exilio.
Esta es mi columna semanal, que aparece en la edición de El Nuevo Herald del lunes 15 de julio de 2013.