La novela El doctor Zhivago debería ser lectura obligatoria no solo de los
escritores, y aspirantes a serlo, sino de todos los cubanos. Probablemente
nunca lo sea, y es una lástima.
Vista bajo una perspectiva actual, vuelve
la pregunta que incluso en su momento de publicación en Occidente se hicieron
muchos: ¿Por qué esta novela provocó tanta ira al poder soviético de entonces,
si está muy lejos de ser no ya una crítica despiadada al triunfo de la
Revolución de Octubre, ni tampoco de los años posteriores en que supuestamente
se intentaba construir el socialismo en Rusia y las repúblicas adyacentes? ¿No
tuvo razón Nabokov, que siempre rechazó al libro y lo consideraba una forma
sutil de propaganda bolchevique?
La respuesta ahora es que el Kremlin
tenía razón en sus ataques demoledores. Zhivago continúa siendo no solo una
obra aplastante contra la instauración de la llamada “dictadura del
proletariado” en la desaparecida Unión Soviética, sino un alegato demoledor en
el rechazo a cualquier utopía que esgrima la causa de la justicia social, al
tiempo que la mejor reivindicación de aquellos que se ven sometidos al triste
destino de vivir una época heroica, donde eso que —como apelativo deforme o
simplemente condición humana— suele llamarse individuo: el ciudadano, la
palabra que por años fue empleada para caracterizar a quienes quedaban
excluidos del nuevo orden social, los que por renuencia o voluntad del Estado
no eran considerados dignos de ser llamados “compañeros”.
Solo ahora —y más allá de Solzhenitsin—,
con la publicación de los libros de Vasili Grossman, que contienen una visión
mucho más amplia y desgarradora de lo sucedido, resulta posible encontrar
narraciones que marquen más definitivamente al lector sobre lo sucedido en ese
enorme desastre humano que significó el intento vano de edificar el comunismo
ruso.
El
doctor Zhivago es, por antonomasia, el ciudadano
que no participa en la construcción del futuro, que simplemente lo sufre,
aunque no rechaza de forma enfática y mucho menos se le opone, que se limita a
sufrirlo.
En un país como Cuba, donde la épica
revolucionaria ha quedado relegada a una narración desvalida, que de forma repetitiva
llena cotidianamente las páginas sin suerte del diario oficial, la sustitución
de lo heroico se ha consumado en la descripción de la miseria, el exaltar la
ironía en forma de sainete y el desparpajo —saludable, pero repetitivo— que
describe el caos imperante. En el cine, la literatura y el arte, la
resignación, la abulia y el desencanto llenan todos los espacios. Es necesario
entonces recurrir a Zhivago para
buscar la esperanza, a esa novela triste y luminosa donde el protagonista, de
forma callada, reafirma en cada momento su lucha por su condición, aun a costa
de su destrucción física.
Esa terquedad a no dejarse consumir por
un fanatismo elemental, pese a reconocer las iniquidades que llevaron a la
Revolución de Octubre, esa renuencia tanto a integrarse al proceso como a
participar de una contrarrevolución entre cuyos miembros —por su posición
social de origen— era lógico que se identificara, ese continuar viviendo entre
una época que se destruye y otra que él no puede predecir que será perecedera,
pero que sabe no le corresponde y ante la que tampoco logra albergar simpatía
alguna, no por el lógico rechazo de clase sino por lo que significa de
aplastamiento a la individualidad.
Si bien es cierto, como con razón
señalaba Nabokov, que en cuanto a estilo literario la novela de Borís Pasternak
es una obra demasiado apegada a la narrativa del siglo XIX, anticuada y
melodramática por momentos, su dimensión moral, al considerar a cualquier mesías
revolucionario como un fanático, y por lo tanto como alguien con una condición
espiritual atrofiada, mantiene plena vigencia, en especial en Cuba donde el
culto por la historia —que en realidad siempre ha sido un culto a la
personalidad de Fidel Castro— se mantiene como una prueba de la “legitimidad de
origen” del régimen.
Ahora que en la isla la tragedia marcha
junto con la farsa, nada más conveniente que una lectura o relectura de El doctor Zhivago, una novela que es,
sobre todo, una gran historia de amor, pero también de perseverancia del
individuo en su dimensión más humana y también —¿por qué no decirlo?— real y
verdaderamente heroica.