Hay una brecha entre
la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba de permanencia, estabilidad y desarrollo: la visión que a los
ojos del mundo intenta ofrecer el Gobierno
cubano. De su ensanchamiento o disminución depende el fracaso o el
triunfo de Raúl Castro. Confundir ese
fracaso o triunfo con la caída del régimen es un error que se repite en Miami sin cesar. No es la búsqueda de mayor
democracia lo que está en juego en La
Habana, sino el intento de encaminar al país en una estructura económica
más eficiente, dentro de un sistema
totalitario, con un gobierno que funcione a esos fines. De lo que se trata es de superar la etapa en que el
líder supremo determinaba tanto la
participación en un conflicto bélico como un nuevo sabor de helado. Ahora el país se arrastra entre la necesidad
de que se multipliquen supermercados,
viviendas y empleos, y el miedo a que todo esto sea imposible de
alcanzar sin una sacudida que ponga en
peligro o disminuya notablemente el alcance de los centros de poder tradicionales. Pero las respuestas en
favor de transformaciones han sido
descorazonadoras. El avance económico y las posibilidades de empleo
sustituidas en buena medida por la promesa de la vuelta al timbiriche. Rodeando
la indecisión entre la permanencia y el
cambio, el peligro del caos. Cuba ha logrado con éxito vender su estabilidad,
por encima de cualquier esperanza de
mayor libertad para sus ciudadanos. Las apariencias de estabilidad, sin
embargo, no deben hacer olvidar al Gobierno
cubano que, en casi todas las naciones que han
enfrentado una situación similar, lo que ha resultado determinante a la
hora de definir el destino de un modelo
socialista es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares
de supermercados y tiendas. De esta manera, hay dos opciones que no
necesariamente toman en consideración el
ideal democrático. Una es el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que
sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales
y que en buena medida se sustenta en la represión y el aniquilamiento de la
voluntad individual. Otra es el desarrollo de una sociedad que avanza en lo
económico y en la satisfacción de las necesidades materiales de la población
–sobre la base de una discriminación económica y social creciente–, pero que a
la vez conserva el monopolio político clásico del totalitarismo. Esta
disyuntiva, que abre un camino paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas democráticas
existentes en Occidente, no es ajena a la
realidad cubana.
Poco a poco ha surgido en Cuba la necesidad de decidir un
camino entre la China de hoy, de cara al
futuro, y la Corea del Norte aferrada al ayer. Por supuesto que ambas vías arrojan por la borda cualquier ilusión
democrática, pero no por ello son cada vez
más reales ante la posibilidad de tener que aceptar –con disimulado
júbilo o a regañadientes– el hecho de que la transformación política en la I
sla es a largo plazo. Pero si durante los primeros dos años de su mandato Raúl
Castro pudo limitar las definiciones ideológicas al mantenimiento del status
quo, utilizó en sus discursos mediante el argumento de la “legitimidad de
origen” (el triunfo durante la insurrección del Movimiento 26 de Julio), y así
esquivar con éxito que su mandato comenzara a ser analizado de acuerdo con la
“legitimidad de ejercicio”, a partir de finales de 20l0 las cosas comenzaron a
complicarse con la declaración de Fidel Castro de que “el modelo cubano ya no
funciona ni siquiera para nosotros mismos”. Estas palabras, que han sido
sujetas a diversas explicaciones –desde un supuesto espaldarazo al gobierno de
su hermano hasta una muestra de demencia senil–, colocaron en un primer plano
la necesidad de lograr una eficiencia del sistema, al tiempo que Fidel Castro
se reservó para él, de forma absoluta y repetitiva durante un tiempo, la
exposición detallada de sus méritos, y singularizar así en su persona la
“legitimidad de origen”, con la publicación de dos volúmenes de lo que podrían
considerarse sus memorias, La ofensiva estratégica y La victoria estratégica,
ambos de 2010, así como el más reciente Guerrillero del tiempo (2012), una
entrevista autobiográfica de más de mil páginas y dos tomos con la periodista
cubana Katiushka Blanco, a los cuales se le suma un texto relativamente más
antiguo, la Biografía a dos voces (2006), con Ignacio Ramonet.
Con Fidel Castro convertido en el máximo representante de la
“legitimidad de origen”, su hermano menor
se ha visto obligado a ejemplificar que es cierto su señalado
pragmatismo, y a demostrar su eficiencia en el terreno de la “legitimidad de
ejercicio”, la cual tendría que venir dada por los logros en conseguir cierto
avance en el nivel de vida de la población, alcanzado mediante la inversión
extranjera adecuada y una limitada liberalización económica. Pero estos
aspectos continúan en buena medida sin ser definidos, tras la frustración a
consecuencia de que las esperanzas despertadas tras su discurso de aceptación
del mando, y las primeras medidas de cambios económicos, no han continuado a un
ritmo creciente sino todo lo contrario: se han detenido.
Raúl Castro se ha apoyado en tres condicionantes –tres
pretextos se podría decir también– para “justificar” las demoras en lograr una
mayor eficiencia del sistema cubano. El primero es la lucha contra la
corrupción, que es el pilar raulista más repetido en los medios de prensa
cubana. El segundo es un extendido proceso organizativo, que de vez en cuando
muestra algún signo de avance, pero que en general se mantiene entre sombras.
El tercero es un plan de inversiones extranjeras, que en cierta medida sería la
solución a largo plazo de los problemas económicos de la isla.
Por un tiempo se especuló en que momento adoptaría La Habana
por una clara definición de su rumbo, que implicaría escoger entre la vía de
Pekín y la de Pyongyang.
Al tiempo que la isla alienta cierto tipo de inversión
extranjera, y un muy limitado sector de trabajo privado, en lo que algunos ven
como el inicio de un camino de apertura económica estilo China, Cuba sigue
esgrimiendo el argumento de plaza sitiada, y hasta ahora ha contado con el
“apoyo” del gobierno norteamericano, empecinado en las presiones económicas,
que fundamentalmente afectan al ciudadano de a pie, no importa donde viva.
Bajo esta óptica, las negociaciones solo se logran a partir
de crisis. Hasta ahora solo podía afirmarse con reservas que el Gobierno cubano
miraba al de Corea del Norte como ejemplo, aunque tampoco era desacertado
señalar que hay una serie de similitudes –papel de las fuerzas armadas,
privilegio a la cúpula militar y culto a la personalidad– que emparentan a
estos dos países distantes en geografía y a veces cercanas en política.
Como sustentación de esa visión vale indicar que cada vez más
resulta evidente que las alternativas para Cuba son entre la estabilidad y el
caos, y nadie en Washington quiere una situación caótica a noventa millas de
Estados Unidos.
Sin embargo, hasta el momento el incidente del Chong Chon
Gang ha mostrado que más que una crisis, estamos ante una chapuza con dos
protagonistas, Pyongyang y La Habana, ¿y ahora qué recursos le quedan al
régimen de los hermanos Castro?