Demasiados participantes en el proceso
que llevó al poder a Fidel Castro añoran ser escritores. Memorias, testimonios
y diarios de combate han terminado por llenar los estantes de las bibliotecas,
y por crear una bibliografía cuyo último destino en muchos casos es hacerles
consumir una enorme cantidad de tiempo a los investigadores.
Primero fue Ernesto Che Guevara, con sus
ataques —el famoso pecado original de los intelectuales cubanos— y una vocación
medio frustrada por convertir en literatura sus recuerdos de guerra.
La realidad ha terminado por superar la
frase del guerrillero: lo peor de muchos revolucionarios cubanos es que han
pretendido ser intelectuales.
Durante los primeros meses de su
convalecencia, Fidel Castro se apropió de un libro ajeno y convirtió una larga
entrevista —y un montón de declaraciones— en una especie de testamento
literario. Hizo el libro suyo, lo nacionalizó, intervino, y terminó
incorporándolo al patrimonio de la isla. Se dedicó a firmarlo y regalarlo a
invitados extranjeros.
Todo aquel esfuerzo —cuando aún se
encontraba débil y se ponía en duda su recuperación— para hacer realidad algo
que había dicho antes.
Cuando apareció publicada la
autobiografía de Gabriel García Márquez, Fidel Castro confesó su envidia
literaria.
Entonces dijo que, de reencarnar,
preferiría hacerlo como escritor. Reconoció que todo lo hubiera cambiado por
una labor más íntima: una novela bien escrita, un verso logrado, el cuento que
se vuelve a leer con agrado varias semanas después de hecho.
La ocasión no era propicia, y Castro se
limitó al deseo de una tarea no emprendida. Culpó a la historia de ser un
gobernante por tantos años.
Un poco mejor de salud, comenzó a reparar
ese error del destino. Se dedicó al periodismo para ilusionarse con una
vocación que nunca desarrolló. Quizá encerrado y enfermo imaginaba poemas que
no podía escribir.
Cuando se recuperó de su dolencia, pero
sin capacidad para asumir de nuevo el gobierno cotidiano, abrió una nueva
etapa. Asistimos al momento en que intentó consolidarse como escritor en pleno.
Publicó varios libros con alguna fanfarria —uno incluso de 896 páginas, con
fotos, mapas y documentos—, pero que no han logrado satisfacer las esperanzas
de éxito intelectual, que quizá había puesto en ellos. Ni siquiera despertaron
polémica. Quedaron para ser almacenados en los estantes. Su destino, una vez
más, fue superar la muerte, pero al precio de eludir al menos buena parte de la
gloria. Ahora sabe que el destino de esos libros es similar al de esas Obras Completas de Lenin, para poner un
ejemplo de la labor del olvido: ediciones profusas para almacenar polvo o ser
convertidas en pulpa.
Si de lamentos se trata, al pesar se une
lo relativamente fácil que hubiera resultado evitar el castrismo. De acuerdo a
esta perspectiva libresca, todo podía haberse resuelto de forma más
satisfactoria para Cuba, de haber existido, durante la época republicana un
mayor reconocimiento para los creadores: un buen concurso de narrativa, más
revistas prestigiosas que hubieran permitido al joven Castro desarrollar una
carrera que nunca ha podido desempeñar hasta ahora.
Cuando se unió al homenaje a Gabriel
García Márquez, en la revista Cambio,
Fidel Castro buscó alcanzar no sólo su dimensión como escritor, sino que se
atrevió a confesar su pena por no haberlo sido a plenitud. Es importante
detenerse en este momento, desechar la sospecha de que se trataba de un texto
escrito o arreglado por otro. Vale la pena concederle la posibilidad del logro
literario. Porque si Castro aparentó despojarse por un momento del poder y
aparecer como escritor, nos brindó entonces un atisbo de lo que sería un empeño
en que el tiempo termina por colocar las cosas en su sitio, y hasta permite que
se utilice esta frase común en un comentario más en éste, uno de los tantos
blogs.
Tras aquellos libros, abandonadas las
“reflexiones”, ahora solo le queda una carta ocasional, como último refugio no
solo al temor de ya no permanecer siempre en el presente, sino lo que es peor:
dejar de estar en la memoria.