No es seremos como el Che. No tiene que
ver con consignas sino con dinero y secretos. La noticia se divulgó primero en
los blogs y redes sociales y para mediados de la semana pasada había llegado al
Washington Post: el gobierno cubano y
los herederos de Alfredo Guevara están en disputa. Por una parte, el régimen ha
dejado claro que tendrá la última palabra tanto en cualquier papel que se
encuentre como en los cuadros que cuelgan de las paredes. Por la otra, los
parientes reclaman que se cumpla la voluntad del finado, como si se tratara de
cualquier magnate y no de un comisario político por largos años.
El otro Guevara fue más consecuente: “Que
no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así
sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para
vivir y educarse”. Eran otros tiempos. En cualquier caso, ni uno ni otro se
salvan de la infamia, y no hay para ello que emborronar cuartillas.
La bronca por las “pertenencias” de
Alfredo Guevara acaba de comenzar. El destape de lo ocurrido tiene de inicio
una característica de violencia brusca ajena al actuar de Guevara: la perfidia
en la sombra. Policías y agentes del Patrimonio Cultural realizaron un
sorpresivo inventario en la casa del fundador del ICAIC.
La familia, residente en México,
cuestionó la medida y acusó al gobierno de realizar un allanamiento a la
vivienda violentando puertas y sin dar explicaciones de lo ocurrido, de acuerdo
a un cable de la AP.
Hay dos aspectos que vale la pena señalar
de inicio.
El primero es que Guevara terminó
comportándose igual que otros comisarios políticos y culturales, a los que las
humillaciones de la edad, el fracaso de la aventura castrista y el fin del
mundo comunista acabaron por hacerles rumiar un desenlace en que quizá nunca se
atrevieron al arrepentimiento, pero sí al desengaño.
No se explica de otra manera ese aparente
testamento de quien siempre quiso —y por momentos logró— ser zar de la cultura
en Cuba, para terminar convertido en una especie de terrateniente repartiendo
bienes a una familia putativa y tardía.
El segundo aspecto tiene que ver la
realidad cubana actual, donde la ideología y el dinero se mezclan y confunden.
De acuerdo a un decreto gubernamental,
cualquier forma de utilización, difusión y promoción de los bienes de Guevara
debe ser tramitado con el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC).
El decreto es tanto una forma de censura
como una muestra de temor ante la remota posibilidad de que Guevara escribiera
algo no conveniente al poder en Cuba. Ese algo, es evidente que solo puede ser
algún documento, chisme o secreto relacionado con los hermanos Castro. Guevara
tenía un conocimiento de primera mano de la época estudiantil de Fidel Castro.
¿Fue capaz de escribir algo que pudiera
resultar “inconveniente” a los hermanos Castro o al régimen en que tanto
participó, del que se aprovechó en todo momento y al que siempre aparentó
lealtad absoluta? Difícil imaginarlo. Más aún de ser cierta la cobardía que
siempre se le atribuyó. Pero no hay que olvidar que la desconfianza es la
esencia del totalitarismo.
A todo esto se une un dato que no se debe
pasar por alto: el origen del botín.
No hay que olvidar que Alfredo Guevara no
fue un simple coleccionista privado de pintura cubana. Durante décadas, fue un
traficante ilegal de obras de arte, algunas de ellas expoliadas y muchas
obtenidas gracias a su posición encumbrada dentro del régimen.
Las paredes de las oficinas y pasillos
del ICAIC estaban llenas de obras de artistas cubanos. En muchos casos el
regalarle un cuadro a Alfredo Guevara no fue una burda compra de favores, pero
sí un acto destinado a lograr una mirada amable o un gesto protector. Para un
funcionario de su jerarquía, la distinción entre la pared de su oficina y la de
la sala o una habitación de su apartamento era inexistente. Desde el punto de
vista moral, admitir un carácter privado en el origen y la ampliación de esta
colección se puede impugnar de forma similar a cualquier otro acto de expolio
artístico.
Alfredo Guevara no fue un millonario —o
al menos no se le conoce una fortuna de esas dimensiones— ni un productor de
cine famoso ni el presidente de una gran
compañía cinematográfica. Aunque disfrutó de un buen número de los
privilegios inherentes a esas posiciones. Fue un funcionario estatal de un
gobierno comunista. Pero al igual que otros de su tipo, se sirvió del Estado no
solo para explotarlo, sino también para explotar a los demás. Si es cierto que
existe un testamento en que deja esa colección de arte a su “familia”, el
documento constituye su última estafa a los cubanos.
Esta es mi columna semanal, que aparece en la edición del lunes 8 de julio de 2013 de El Nuevo Herald.