lunes, 8 de julio de 2013

Herencia y estafa de Alfredo Guevara



No es seremos como el Che. No tiene que ver con consignas sino con dinero y secretos. La noticia se divulgó primero en los blogs y redes sociales y para mediados de la semana pasada había llegado al Washington Post: el gobierno cubano y los herederos de Alfredo Guevara están en disputa. Por una parte, el régimen ha dejado claro que tendrá la última palabra tanto en cualquier papel que se encuentre como en los cuadros que cuelgan de las paredes. Por la otra, los parientes reclaman que se cumpla la voluntad del finado, como si se tratara de cualquier magnate y no de un comisario político por largos años.
El otro Guevara fue más consecuente: “Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse”. Eran otros tiempos. En cualquier caso, ni uno ni otro se salvan de la infamia, y no hay para ello que emborronar cuartillas.
La bronca por las “pertenencias” de Alfredo Guevara acaba de comenzar. El destape de lo ocurrido tiene de inicio una característica de violencia brusca ajena al actuar de Guevara: la perfidia en la sombra. Policías y agentes del Patrimonio Cultural realizaron un sorpresivo inventario en la casa del fundador del ICAIC.
La familia, residente en México, cuestionó la medida y acusó al gobierno de realizar un allanamiento a la vivienda violentando puertas y sin dar explicaciones de lo ocurrido, de acuerdo a un cable de la AP.
Hay dos aspectos que vale la pena señalar de inicio.
El primero es que Guevara terminó comportándose igual que otros comisarios políticos y culturales, a los que las humillaciones de la edad, el fracaso de la aventura castrista y el fin del mundo comunista acabaron por hacerles rumiar un desenlace en que quizá nunca se atrevieron al arrepentimiento, pero sí al desengaño.
No se explica de otra manera ese aparente testamento de quien siempre quiso —y por momentos logró— ser zar de la cultura en Cuba, para terminar convertido en una especie de terrateniente repartiendo bienes a una familia putativa y tardía.
El segundo aspecto tiene que ver la realidad cubana actual, donde la ideología y el dinero se mezclan y confunden.
De acuerdo a un decreto gubernamental, cualquier forma de utilización, difusión y promoción de los bienes de Guevara debe ser tramitado con el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC).
El decreto es tanto una forma de censura como una muestra de temor ante la remota posibilidad de que Guevara escribiera algo no conveniente al poder en Cuba. Ese algo, es evidente que solo puede ser algún documento, chisme o secreto relacionado con los hermanos Castro. Guevara tenía un conocimiento de primera mano de la época estudiantil de Fidel Castro.
¿Fue capaz de escribir algo que pudiera resultar “inconveniente” a los hermanos Castro o al régimen en que tanto participó, del que se aprovechó en todo momento y al que siempre aparentó lealtad absoluta? Difícil imaginarlo. Más aún de ser cierta la cobardía que siempre se le atribuyó. Pero no hay que olvidar que la desconfianza es la esencia del totalitarismo.
A todo esto se une un dato que no se debe pasar por alto: el origen del botín.
No hay que olvidar que Alfredo Guevara no fue un simple coleccionista privado de pintura cubana. Durante décadas, fue un traficante ilegal de obras de arte, algunas de ellas expoliadas y muchas obtenidas gracias a su posición encumbrada dentro del régimen.
Las paredes de las oficinas y pasillos del ICAIC estaban llenas de obras de artistas cubanos. En muchos casos el regalarle un cuadro a Alfredo Guevara no fue una burda compra de favores, pero sí un acto destinado a lograr una mirada amable o un gesto protector. Para un funcionario de su jerarquía, la distinción entre la pared de su oficina y la de la sala o una habitación de su apartamento era inexistente. Desde el punto de vista moral, admitir un carácter privado en el origen y la ampliación de esta colección se puede impugnar de forma similar a cualquier otro acto de expolio artístico.
Alfredo Guevara no fue un millonario —o al menos no se le conoce una fortuna de esas dimensiones— ni un productor de cine famoso ni el presidente de una gran  compañía cinematográfica. Aunque disfrutó de un buen número de los privilegios inherentes a esas posiciones. Fue un funcionario estatal de un gobierno comunista. Pero al igual que otros de su tipo, se sirvió del Estado no solo para explotarlo, sino también para explotar a los demás. Si es cierto que existe un testamento en que deja esa colección de arte a su “familia”, el documento constituye su última estafa a los cubanos.
Esta es mi columna semanal, que aparece en la edición del lunes 8 de julio de 2013 de El Nuevo Herald.

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