El tiempo transcurrido no ha logrado
liberarnos de las respuestas trilladas y el repetir una versión pueril de la
historia de Cuba: un 26 de julio que se repite, sin aprender de ese día.
Mientras los cubanos triunfan en los
negocios, conquistan posiciones elevadas en todas las organizaciones públicas y
privadas del país al que emigran y se destacan en las profesiones más diversas,
no logran aún la transformación democrática de la patria ni incluso adoptar una
actitud más tolerante hacia las opiniones ajenas.
Somos excelentes administradores y
negociantes y pésimos luchadores políticos. Magníficos profesionales, pero
incapaces de mantener el rumbo democrático de un país.
La existencia de decenas de años de
dictadura castrista nos ha dado nuestra justificación mayor: el extender un
manto piadoso sobre los diversos períodos en que una y otra vez se intentó
refundar la república, reiniciar el proceso constitucional, empezar casi de
cero en el orden institucional. No se trata de postular una sociedad estática,
sino de enfatizar la necesidad de una estabilidad, que Cuba ha estado siempre
lejos de alcanzar.
Más que un interés por el avance a pasos
lentos y sistemático, parece ser característico del cubano el afán por acabar
con todo para hacerlo todo distinto. Borrón y cuenta nueva. El mito del ave
fénix. Vocación heroica, ideal mitológico. Revolucionario por naturaleza.
Como las sociedades más estables no se
construyen a golpes de héroes, nos quedamos siempre cortos.
Cuando saltamos la barrera de la exaltación
y queremos llevar los ideales a la práctica, nos limitamos a esquemas alejados
de la realidad; nos rodeamos de patrones erróneos, sólo justificados por la
sonoridad de una frase, acabamos encerrados en las limitaciones cotidianas.
Es entonces la hora de arribistas y
demagogos, que repitiendo un discurso hueco sacan provecho de nuestras virtudes
y debilidades.
Porque a toda esta idealización e
intenciones sublimes se contraponen actitudes mucho más apegadas a la realidad,
que se imponen en la práctica y han hecho que en la política cubana siempre
tengan mayores posibilidades de triunfo los vivos y los villanos.
Las raíces de la valoración exagerada de
lo propio y la justificación a priori de nuestros defectos se remontan a la
herencia hispana y al surgimiento y desarrollo tardío del capitalismo de libre
empresa en los países de habla española, tanto en España como en Latinoamérica.
La sobrevaloración de nuestra identidad
se ha convertido en un recurso eficaz en días difíciles, pero también en una
limitación a la hora de conocer y analizar nuestras capacidades.
En nuestra nacionalidad se anidan no sólo
expresiones positivas y creadoras, sino también valores y sentimientos
perniciosos, dispuestos a aflorar cuando las circunstancias lo permiten:
llevamos al diablo en el cuerpo.
Fidel Castro ha desperdiciado millones de
dólares y años de vida de los cubanos en planes agrícolas e industriales,
guerras y guerrillas, proyectos que no han rendido resultado alguno.
En todos estos casos, al lado del
fanatismo los pequeños resentimientos, tras el afán heroico las mezquindades y
los prejuicios. Todo ello le ha facilitando la tarea al mal.
Junto a los dirigentes políticos,
generales y miembros de los cuerpos represivos, a la par de funcionarios y
oportunistas, han estado siempre —“brindado su apoyo desinteresado”— pequeños
seres que no han obtenido grandes beneficios y privilegios, salvo el placer de
satisfacer sus rencores y envidias: los porteros que en Cuba eran fieles
guardianes a la puerta de los restaurantes, quienes se complacían en no dejar entrar a nadie, pero se inclinaban ante un uniforme verde oliva de un militar que ni
siquiera se molestaba en mirarles; los encargados de distribuir los trabajos
voluntarios entre sus compañeros de trabajo, mientras los miembros del Partido
apenas se excusaban de no asistir debido a sus “urgentes reuniones”; los
delatores de cuadra y los que asistían indolentes a gritar y ofender a quienes
se atrevían a disentir del sistema. Si no llegaron más lejos en su bajeza, fue
en muchos casos porque no se les pidió hacerlo.
Algunos de ellos un día marcharon al
exilio y quizás nunca se han cuestionado que hicieron su pequeño mal de forma
gratuita e injustificada. Son los que participaron en actos de repudio mientras
aguardaban la llegada de un bote por el puerto del Mariel; los que aún hoy
asisten a las manifestaciones, mientras alientan en sus corazones la esperanza
de ganarse una visa en la lotería de la Oficina de Intereses.
Son también las flores del destierro, que en
Miami se creen con derecho a dictar pautas sobre lo que debe hacer cualquier
exiliado recién llegado, sin haber hecho nunca nada por impedir este exilio.
Se habla sobre la necesidad de juzgar,
condenar o perdonar a todo aquel que en determinado momento ejerció un papel
más o menos destacado durante estos largos años de régimen castrista, que pese
a todo no culmina. De igual importancia es analizar la miseria humana que nos
impulsó o nos conduce a cometer cualquier pequeña infamia.