Edward
Snowden es un tipo que le cae bien a muchos periodistas, y la razón es muy
sencilla: genera titulares con facilidad. A la hora de calificarlo como
ciudadano —o incluso como persona— el exanalista de seguridad que puso de nuevo
en las noticias al extenso programa de escrutinio de la información, que desde
hace años lleva a cabo Estados Unidos, despierta los calificativos más
diversos, desde valiente hasta ingenuo e idiota. Quizá Snowden es todo ello y
algo más, pero en la práctica política su definición mayor se define en dos
extremos: manipulador y manipulado. Hasta ahora va resultando más cercano a lo
segundo, pero hay que reconocerle cierta resistencia —o temor— a
convertirse solo en ello: alguien que tras un momento de asombro y hasta de admiración
se ha transformado en un paria incómodo, al que es peligroso aceptar y
difícil echar a un lado.
De
momento, ha sido Vladimir Putin quien le ha concedido la clasificación mejor.
El presidente ruso ha expresado que se trata de “un presente no deseado que
Estados Unidos le endilgó a Rusia”, de acuerdo a un cable de la AP.
Solo
gobernantes como Maduro, Ortega y Morales han visto en Snowden la posibilidad
de obtener dividendos políticos para sus respectivas agendas políticas. Correa
ha demostrado de nuevo su sagacidad política para desviarse tangencialmente del
problema. El Gobierno cubano, por su parte, ha logrado mantener un equilibrio
temporal entre sus objetivos de buscar cierto acercamiento con Washington y su
compromiso con Caracas, pero no se puede predecir hasta dónde y cuando esa
mesura tendrá éxito. Definitivamente Cuba no está dispuesto a aceptarlo, pero
al mismo tiempo hay que ver si podrá esquivar un viaje de tránsito de Moscú a
Caracas sin pasar por La Habana. Teóricamente este tránsito no comprometería
demasiado al gobierno de la isla, ya que dicha parada no implicaría una entrada
en territorio cubano, pero no por ello dejaría de ser aprovechada por los
legisladores cubanos cubanoamericanos para enfatizar una complicidad de la
Plaza de la Revolución con los enemigos de Estados Unidos.
Por
lo pronto, más que el valor de la denuncia, lo que impera es tanto el rejuego
político de los mencionados países latinoamericanos como la hipocresía de
Europa, ante un programa conocido y admitido —a veces con complacencia, otras a
regañadientes— como resultado de la amenaza terrorista y en concreto con la
situación creada tras los ataques del 9/11. Lo demás es show mediático,
ganancia para la prensa y oportunidad para destacarse gritando o escribiendo
contra el “imperialismo yanqui” en momentos en que la realidad ha terminado por
imponer la necesidad de priorizar la seguridad por encima de la libertad
individual, los derechos ciudadanos y el respeto a la privacidad.
Hay
sin embargo un hecho que debe señalarse, y que el destape provocado por Snowden
ha servido para enfatizar de nuevo una característica del actual gobierno
estadounidense y en especial del presidente Barack Obama: que en Washington y
en la Casa Blanca en particular sigue imperando un concepto de compromiso moral
que depende y se fundamenta en las circunstancias existentes. No es que Obama
sea George W. Bush, pero en cierto sentido no le queda más que parecérsele.
Fue
Max Weber quien definió la existencia de dos formas de conducta moral, a la
hora de enfrentarse a las acciones humanas “éticamente orientadas”. Una es la
que caracteriza al hombre de convicción, que dice lo que piensa y hace lo que
considera correcto, sin detenerse a medir las consecuencias. La otra es propia
del hombre responsable, que ajusta sus convicciones y principios a una forma de
actuar donde se tiene en cuenta las consecuencias de los actos, donde un
objetivo de largo alcance justifica un adecuarse al momento y permite sacrificar
los ideales a un logro momentáneo. Hay que añadir que para Weber ninguna de las
dos morales era superior a la otra, sino que más bien respondían a la labor del
individuo. Mientras la primera suele encontrarse en intelectuales, e incluso en
funcionarios capaces de anteponer sus convicciones a su cargo, la segunda
resultaba, por lo general, propia de mandatarios.
El
problema con Obama es que, en el momento singular de su primera campaña por la
presidencia estadounidense, brindó la imagen de ser un aspirante al poder que
era capaz de no claudicar en sus principios. En ello se fundamentó, en gran
medida, que se convirtiera no solo en la esperanza para los votantes de este
país—en medio de una época de profunda crisis económica, pero también de los fundamentos
de la sociedad estadounidense— sino para los ciudadanos europeos y del resto
del mundo.
En
marzo de 2008, el entonces aspirante a la nominación demócrata para la elección
presidencial realizó un discurso que fue catalogado de “histórico” hasta por sus
adversarios. Obama analizó el problema racial en Estados Unidos de una forma brillante,
pero que en las encuestas de entonces significó una baja de popularidad. El
mismo lo advirtió con sus palabras. Se trata de elegir entre continuar siendo
engañados, desviados de los temas que realmente afectan la vida de los
ciudadanos de esta nación. Al final, como el mismo reconoció, es posible que la
lid presidencial de entonces no resultara elección clave, ni la próxima ni la
siguiente. Pero esto no iba a impedir que los problemas a los que se refirió el
entonces senador por Illinois continuaran siendo vigentes y apremiantes. Al
final, Obama ganó la elección —y volvió a ganar otra— pero ese estilo de tomar
el “toro por los cuernos” cada vez más ha abandonado su forma de actuar en la
Casa Blanca. Por factores objetivos, circunstancias de momento y necesidad de
compromisos, su mandato no se puede catalogar de malo, pero tampoco se puede
eludir que ha decepcionado.
Esta
decepción no solo está presente en los problemas raciales que siguen vigentes
en esta nación, como se demuestra con las consecuencias del veredicto de
inocencia al exvigilante George Zimmerman por la muerte de Trayvon Martin —aunque
es imposible cambiar al país en un corto plazo y hay que añadir que hasta el
momento no se han producido disturbios racionales— sino también en la
incapacidad del gobierno para lograr un mayor control de las armas de fuego, la
situación de la prisión en la base naval de Guantánamo y muchas otras
situaciones que no han cambiado en el país. Es probable que la clave esté en que
quizá se depositaron demasiadas esperanzas en Obama.
El
programa de escuchas y el espionaje estadounidense entra de lleno en esa expectativas
de cambio no logradas por el actual gobierno norteamericano. No se trata de
negar, de forma absurda, la necesidad de un mayor escrutinio debido a la
amenaza terrorista. Son los excesos, que se repiten impunemente, lo que ha
vuelto a provocar rechazo.
No
hay duda que esta nación tiene el derecho –y el gobierno tiene el deber— de
hacer todo lo posible para frenar las actividades terroristas. Lo que no
resulta aceptable es que se mantenga la actitud, impuesta durante la presidencia
de George W. Bush, de ampararse en la amenaza de nuevos ataques para justificar
cualquier limitación a las libertades ciudadanas.