Al igual que el embargo. Como ocurrió con
las incursiones armadas y los actos de sabotaje. De la misma forma que viene
sucediendo en la arena internacional. La política de Washington hacia la
disidencia es un fracaso.
El fiasco se hace manifiesto en momentos
en que la oposición pacífica cubana se muestra más fraccionada que nunca,
estancada en sus propósitos, sin apoyo y reconocimiento dentro de la población
y con una proyección que se define solo en la arena internacional. A todo esto
se añade, o lo antecede, que el régimen no cesa en su objetivo de reprimir
cualquier intento opositor e impedir que el rechazo a su gestión trascienda al
reducido ámbito del comentario hogareño, entre amigos o vecinos de confianza.
Hasta ahora, la calle queda fuera del alcance de los opositores. Nacida con
independencia de Washington, limitada a aspectos específicos el ámbito nacional
y con la mirada y la enseñanza muchas veces más en la desaparecida Unión
Soviética que en el mundo capitalista, en la actualidad la disidencia conforma un
cuerpo más amorfo que heterogéneo, donde la educación y la actividad para un
cambio, la búsqueda de mecanismos y gestos, los reclamos culturales como centro
y no como una extensión de las demandas, se ha transformado —quizá sería mejor
decir se ha reducido— a la gestión financiera y la publicidad como esencia de
la labor. Una exposición a través de la figura y no de la acción. Una
disidencia que se define no por lo que hace sino por lo que le hacen.
En este sentido, el reconocimiento
inicial que tuvo la palabra “disidencia”, para significar una posición
contestataria, pero no contrarrevolucionaria; su persistencia, que ha llegado a
abarcar todas las manifestaciones de oposición, la ha convertido en una especie
de portmanteau word ideológica que no se define en el vocablo en
sí, sino en los atributos políticos que se le añaden. Así, la separación que
implica disidir se ha convertido en ruptura total. Y sin embargo, quienes
practican esta postura no se preocupan por definirse como
“contrarrevolucionarios”, “nuevos revolucionarios” o “restauradores”.
Pero en cuanto a imagen en el exterior,
siempre enfrenta igual problema: mientras resulta injusto generalizar en cuanto
a la recepción y el empleo de fondos que provienen de Washington o de Miami, el
argumento del dinero sirve para demonizarlas a todas. Al mismo tiempo, el
tratar de silenciar las críticas respondiendo que sirven a los fines de La
Habana es repetir la vieja táctica de aprovecharse de la conveniencia política
para obtener objetivos personales.
El tema de la ayuda a la disidencia gira
más sobre el mal uso de los fondos que alrededor de las necesidades que cubren.
No se trata de convertir en un pecado el aceptar dinero del exilio, pero cuando
éste proviene de un gobierno, no sólo existe siempre la sospecha de que
"quien paga manda", sino el peligro de injerencia extranjera.
La amenaza de una excesiva dependencia
política al dinero norteamericano no ha provocado ni un rechazo generalizado —por
parte de la oposición en la isla—, ni una respuesta emotiva y efectiva en el
exilio. No hay el intento de suplantar con fondos cubanos la mayor parte del
dinero destinado a los afanes democráticos en Cuba, lo que no niega que
organizaciones privadas realicen envíos. Han sido la impericia y la sospecha de
mal uso lo que han llevado a cuestionarse y tratar de reducir los fondos. Por
su parte, el régimen no solo utiliza al dinero como argumento principal contra
la disidencia, sino al mismo tiempo se aprovecha del mismo, al ejercer el
control económico del país.
Vale la pena reflexionar acerca del papel
que desempeña una disidencia que depende de los fondos del gobierno
norteamericano para existir y de las emisoras de Miami para hacerse conocer.
Washington está empeñado en repetir en
Cuba ejemplos exitosos en otros lugares, pero que una y otra vez han fracasado
en la isla. Es como si tratara de una poderosa productora cinematográfica, pero
cuyo director para el trópico es incapaz de hacer cintas originales y se limita
a los remakes.
El primer remake fue el intento de repetir en Cuba, con la fuerza
expedicionaria de Bahía de Cochinos, algo parecido a lo ocurrido en la
Guatemala de Jacobo Árbenz. Luego —y saltando muchos ejemplos— intentar con lo
ocurrido en los ex países socialistas, lo hecho en Haití, Afganistán e Irak,
los acontecimientos durante la llamada “Primavera Árabe”: utilizar a exiliados
y opositores para sus planes, aunque con la distinción de que no hay un
objetivo de invasión militar a la isla por parte de la Casa Blanca. Esta
estrategia limita aún más la de por sí reducida capacidad de acción de una
disidencia que se muestra más preocupada por las libertades políticas que por
destacar la urgencia de un programa de justicia social. Una cosa es aspirar a
que se adopten los beneficios de un sistema democrático similar al
norteamericano —cuyas virtudes y defectos lo sitúan muy por encima del actual
régimen cubano—, y otra muy diferente es empeñar la gestión opositora con la
sospecha de una dependencia excesiva a la política de un gobierno extranjero.
Si bien el gobierno de La Habana no ha
logrado establecer un programa de desarrollo económico que satisfaga las
necesidades de la población, sí ha sido capaz de mantener al pueblo bajo el
régimen de una economía de subsistencia. Ni el desarrollo ni la miseria extrema
generalizada en tiempo y espacio.
Mientras la disidencia pudo en un momento
enfatizar sus demandas sobre las diferencias en los niveles de vida,
incrementadas en los últimos años, en su lugar encaminó el discurso hacia la
lucha por una alternativa política y reclamos en favor de la libertad de
expresión. Este esfuerzo se vio afectado por la represión en Cuba, pero tuvo
una amplia repercusión internacional. La situación, sin embargo, ha derivado
hacia un panorama en que elementos dispersos y contradictorios contribuyen al
statu quo: la obligatoria mención a la disidencia de los gobiernos extranjeros,
desde los europeos al norteamericano, mientras en la isla impera el aislamiento
del movimiento.
La discrepancia entre la proyección
internacional de la oposición en Cuba y su bajo relieve en la isla ha sido un
factor que ha contribuido a perjudicarla por vías diversas. Desde la acusación
injusta de recibir fondos que en realidad se gastan en Miami hasta la promoción
de figuras menores a partir de sus afinidades con el exilio de ultraderecha.
Pero donde los opositores han resultado más afectados es en la repetición de
errores por parte de Washington. Tanto cuando financió la lucha armada contra
Castro como en su apoyo a la vía pacífica, Estados Unidos ha impuesto no sólo
su ideología sino también su política. Los resultados no han sido los mejores
para los cubanos.