Además de la materialización de un anhelo
y un cambio total de vida, el emigrar define no sólo al individuo sino a su
nación de origen. En lo que respecta a los cubanos, a través de los años ha
ocurrido una transformación paulatina ―amplia y profunda al mismo tiempo― de la
forma en que se percibe a quienes llegan de la isla.
Vale la pena analizar brevemente el
cambio en la representación del inmigrante, una simbología que ha evolucionado
del mito del héroe-balsero a la denuncia del contrabando humano; de la epopeya
de enfrentar la Corriente del Golfo en débiles embarcaciones ―o en muchos casos
incluso en simulacros de embarcaciones― a los guardafronteras persiguiendo las
lanchas rápidas de los contrabandistas. Y aunque la tragedia no deja de estar
presente, la entrada ilegal de cubanos ha perdido en parte su justificación
política. Es vista ahora ―en el mejor de los casos― como un drama familiar, al
tiempo que es condenada por muchos que, por los medios más diversos, siguieron
un camino similar con anterioridad.
Este esfuerzo que se ha llevado a cabo
con éxito en los últimos años, para poner fin a la inmigración ilegal y acabar
con el contrabando humano, responde no sólo a los intereses fronterizos y de
estabilidad nacional de Estados Unidos ―así como a la necesidad de frenar una
actividad delictiva―, sino que también avanza en la elaboración de una política
migratoria respecto a Cuba de cara al futuro, cuando llegue el día en que los
cubanos perdamos gran parte de nuestros privilegios a la hora de emigrar,
debido a un cambio político en la Isla. No más el proclamar la llegada a
“tierras de libertad” como salvoconducto de entrada.
Por encima de cualquier etiqueta política
que identifique a quienes ocupan la Casa Blanca y el Congreso, con respecto a
Cuba y desde el punto de vista migratorio, Estados Unidos no ha hecho más que
proseguir el camino ya iniciado a mediados de la década de 1990, en que al
tiempo que se estableció la devolución de los cubanos, y se convirtió a la fuga
en un doble escape ―de las autoridades norteamericanas en alta mar además de
las cubanas en mar y tierra―, se empezó a observar el fenómeno migratorio, por
parte de los propios exiliados cubanos, de forma similar al existente en otras
naciones —México, Haití, Latinoamérica en general—, al considerar a los recién
llegados―y al considerarse éstos también en muchos casos― como inmigrantes
económicos.
Durante muchos años la política
migratoria ha sido utilizada como un instrumento político, por parte de EEUU y
Cuba. Dos países disímiles unidos por un problema común, mientras miles de
desesperados continúan buscando un destino mejor.
La Ley de Ajuste Cubano —promulgada en
1966, durante la presidencia del demócrata Lyndon Johnson— se fundamenta en que
los cubanos no pueden ser deportados, ya que el Gobierno de La Habana no los
admite, que en cualquier caso estarían sujetos a la persecución y que en la
isla no existe un gobierno democrático. Aunque en Cuba continúa en el poder no
solo un gobierno dictatorial sino que en el país impera un sistema totalitario,
algunas condiciones han cambiado y en la actualidad imprimen un nuevo matiz a
la situación. En especial la frontera Cuba-Miami se ha vuelto más porosa: los
cubanos residentes en la isla no solo tienen mayores posibilidades de viajar a
esta ciudad y hacerlo reiteradamente sino que existe la posibilidad de que un
cubano adquiera la residencia en Estados Unidos y luego pueda viajar de regreso
a la isla, residir por un tiempo allí —ya que no son decomisados sus bienes y
vivienda cuando parte al exterior— y volver a viajar al exterior.
Al mismo tiempo, la abolición de esta ley
es el reclamo preferido y constante de los funcionarios cubanos, durante las
diversas reuniones migratorias llevadas a cabo entre Washington y La Habana.
Durante su gobierno, el expresidente Bill Clinton logró darle un rodeo a la
ley, con la política de pies secos/pies mojados y el acuerdo con Castro de que
los inmigrantes devueltos no serían perseguidos y podían regresar a sus casas.
Cuando en julio del 2004 se promulgaron
las medidas que limitaban los viajes familiares y las remesas a la isla, salió
a relucir el argumento de que quienes iban a Cuba lo hacían fundamentalmente
por motivos económicos. En apoyo a las restricciones, los propios miembros de
la comunidad exiliada, que defienden a ultranza la medida, recurrieron al
argumento de negarles a la mayoría de los cubanos llegados en los últimos años
la categoría de perseguidos políticos.

Puede argumentarse que lo mismo ocurre en
México, pero hay una diferencia fundamental. El ideal de cambio de gobierno en
Cuba pasa por un cambio de sistema. A estas alturas, buscar un cambio de
gobierno en cualquiera de los países latinoamericanos que enfrentan el problema
de que sus ciudadanos buscan abandonarlo implica un conjunto de acciones y
medidas que no conlleva a un cambio de sistema, salvo en la mente de los
extremistas de izquierda nostálgicos. Incluso esa aberración que ha dado en
llamarse “socialismo del siglo XXI” no ha dejado de ser, en la práctica, un
capitalismo con demagogia y algarabía populista, que ha contado con petróleo en
abundancia —a elevado precio gracias al mercado— para sustentar el despilfarro
de planes sociales que indudablemente han traído cierto alivio a sectores
necesitados, pero distan mucho de contribuir a sacarlos de su miseria. En el
caso cubano ocurre lo contrario. Pese a la llamada “actualización”, el objetivo
fundamental de quienes están al mando es perpetuar una forma económica y social
y obsoleta, que sólo en Cuba y en Corea del Norte se mantiene en pie.
A veces cargada de ironía, otras cómica o
trágica, la obsesión de escapar del régimen castrista no deja de manifestarse a
diario. Imposible apartar la anécdota de los motivos; la astucia y el engaño de
la desesperación y la angustia; la esperanza del fracaso. Pero siempre es una
historia triste.