martes, 6 de agosto de 2013

“El negro que tenía el alma blanca”



Al comentar sobre las declaraciones del opositor cubano Jorge Luis García Pérez, “Antúnez”, tras su llegada a Miami, una oyente de Radio Mambí expresó: “tiene la piel negra, pero el alma blanca”. Quiso hacer un elogio, pero lo que puso en evidencia fue solo un racismo larvario y arcaico, que aún impera en cierto sector de la comunidad exiliada. Su frase fue un equivalente a otra, que se escuchaba con frecuencia en Cuba hace décadas, y que aún debe repetirse aunque de forma más o menos callada: “Negro, pero honrado”.
La expresión no es propia de Miami ni está ausente de Cuba. En la Universidad de La Habana, durante un curso de literatura norteamericana para graduados a finales de la década de 1970, impartido por Beatriz Maggi, una alumna usó la expresión. Recuerdo también la respuesta de Nancy Morejón, y por supuesto que recuerdo el poema de Nicolás Guillén, que Nancy tuvo quizá la amabilidad de no traer a colación para no hacer más lapidario su comentario.
No hay que agregar que la apariencia de una actitud racista —con independencia del racismo que entonces y ahora existe en el país, y que ha permitido y en algunos casos incrementado el propio régimen— era algo muy serio.
Quien pronunció la frase de inmediato se disculpó y apeló al significado del color blanco como símbolo de pureza —algo que también puede ser considerado un condicionante cultural propio de una sociedad de naturaleza racista— y aquello no tuvo mayor trascendencia.
El recuerdo viene a colación porque igual argumento podría esgrimir ahora la oyente del comentario radial, pero en ambos casos —tanto en La Habana como en Miami— la frase no logra librarse de la connotación racial.
Es algo similar a los actores y cantantes blancos que teñían de negro su cara en los minstrel shows.
El negro que tenía el alma blanca, de  Alberto Insúa, nos cuenta la historia de un hombre negro, educado en el seno de una familia blanca acomodada, que se traslada de Cuba a Madrid tras el conflicto bélico de 1898.
Hay una película española de igual título, dirigida y protagonizada por Hugo del Carril. El argumento narra que la llegada a la capital española del famoso cantante y bailarín Peter Wald es todo un acontecimiento. Se presenta en el Teatro del Sainete y su éxito es total. La protagonista femenina, Emma, se muestra fría y distante. Lo rechaza por ser negro. Peter se ha quedado sin pareja de baile y le ofrece la oportunidad de triunfar a su lado. Se ha enamorado de ella. A pesar de todas las atenciones los prejuicios crearan una barrera insalvable.
En Pinky, la cinta de Elia Kazan, el tema gira alrededor de una mujer de raza negra que por años “ha pasado” por ser miembro de la raza blanca. La identidad racial es vista como una cuestión de asimilación.
Sea mediante la adopción de patrones de conducta o en el intento de fingir una pertenencia racial impropia, junto a la crítica a los prejuicios, el rechazo racial y a la existencia de valores universales, hay también un objetivo de asimilación de una identidad ajena. El conservar esa identidad ajena frente a una realidad hostil —así como las dificultades de formar parte de una diversidad que la sociedad rechaza y solo admite como subordinación— se da dentro de un sistema de limitantes sociales, donde actos simples como el amor, el matrimonio o incluso la convivencia están regidos por un sistema de normas y tabúes que impone barreras. Un medio donde la aprobación hacia los miembros del grupo racial en desventaja, por el grupo o la raza dominante, pasa porque que estos subordinados acepten —se propongan o estén acostumbrados por crianza a considerar que forman parte de ese grupo, esa etnia o esa raza— un proceso de integración que sustituye la unicidad por la adopción de los valores de este grupo dominante y donde la raza, en última instancia, determina la imposibilidad de traspasar ciertos límites. Mientras no se intenta violar esas fronteras, el otro —el negro en este caso— se acepta socialmente. De lo contrario, se cae en la transgresión.
Gran parte de una programación que imperó por años en la televisión pública en Estados Unidos, o que caracterizó parte pero no toda la filmografía de un actor tan notable como Sidney Poitier, puede ser clasificada dentro de este estereotipo integrador. Programas de televisión y películas que se consideraron de corte liberal, avanzan o en contra del racismo, y en cierto sentido lo fueron de acuerdo al momento. Es también el síndrome del “tío Tom”, rechazado en un principio por los sectores más radicales del movimiento negro en EEUU, y que en la actualidad se ha generalizado a la mayoría de esa comunidad. Es cierto que la adopción al extremo de ese rechazo llega a una posición igual de negativa en su irracionalidad, como es la negritud, pero vale la pena destacar que por encima de cualquier estereotipo —del que no se libra grupo o raza alguna— la aceptación del otro es lo que debe caracterizar a la democracia.
Aquí es donde se ejemplifica —aunque para algunos toda esta argumentación puede resultar exagerada— el sentido no solo negativo sino ominoso de la afirmación de la oyente de Radio Mambí, que más que un elogio fue una aprobación.
Al decir que ,”Antúñez” es un “negro con el alma blanca” no solo formula un comentario racista, sino que pone en claro que el sector del exilio que ella representa lo acepta porque “es uno de los nuestros”.
Precisamente eso es lo que desde su llegada ha intentado dejar en claro el opositor. Al referirse al congresista demócrata Joe García como “un personajillo” no solo comete una falta de respeto elemental, por parte de un visitante recién llegado, sino que se apresura a manifestar su identificación con un sector del exilio al que él intenta pertenecer o con el cual se identifica. Se convierte en un miembro más al republicanismo intransigente y rudo que por años ha tratado de dominar la opinión pública de esta ciudad. Algo que no resulta novedoso en sus declaraciones y puntos de vista ya formulados desde la isla, como es su oposición a la apertura del turismo norteamericano a la isla. Posición que, por otra parte, encaja dentro de la pluralidad de criterios existentes en la oposición cubana, donde otros se oponen al embargo estadounidense y apoyan la flexibilización en turismo, viajes de cubanoamericanos y el envío de remesas
Por supuesto que tiene todo su derecho a esa identificación, pero al mismo tiempo no es ajeno a una actitud de pertenencia a la que aspira pero no alcanza —porque las diferencias sociales y económicas no pueden borrarse con una simple declaración política—, y que en última instancia implica una voluntad de subordinación.
Es precisamente esa subordinación la que exige como un requisito indispensable ese sector del exilio —llámese “histórico, vertical” o con cualquier otra expresión más o menos eufemística en que quiera expresarse— para aceptar a cualquiera del exterior.
En este caso, el concepto “exterior” no se limita a venir de la isla y a no formar parte de las primeras oleada de exiliados, sino a ser otro.
Es precisamente esa cualidad de “distinto” la que fundamenta y exige no solo la oposición en Cuba sino la totalidad de esa mantra siempre repetida de la sociedad civil, a la que se aspira y ahora —a duras penas debido a la represión imperante en la isla— comienza a constituirse. Y de entrada esa diversidad también admite no solo las diferencias sino también las semejanzas, por lo que la afinidad de “Antúnez” con el sector del exilio con el cual se identifique es tan válida —desde una perspectiva personal y democrática— como el sentar discrepancias mayores y menores.
Aceptar esa premisa vale tanto para los que comparten los criterios del opositor como para quienes tienen otros. Lo importante no es solo saludar afinidades sino aceptar puntos opuestos. Ahora bien, el objetivo común debe ser de cara al futuro. Ya hace años que El negro que tenía el alma blanca pasó de moda. Repetirlo en la actualidad es encerrarse en el pasado.

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