La brecha entre salarios y precios sigue
aumentando en Cuba, lo que constituye una situación anómala con consecuencias
que van desde el aumento de la corrupción y el robo hasta la amenaza potencial
de disturbios y caos. Y lo peor en este caso es que el principal empleador del
país, el gobierno que controla un Estado totalitario, no enfrenta el problema
con decisión y premura.
Desde 1990 los precios no han cesado de
aumentar. El fin del subsidio soviético y el inicio del llamado “período
especial”, que ya va para 23 años, trajo como consecuencia que se dispararan
las desigualdades en la isla. No es que éstas no existieran con anterioridad,
pero se mantenían en parcelas que delimitaban privilegios: el grupo dirigente;
un sector dedicado al trabajo privado de forma parcial o completa, más o menos
reducido según los años, y la mayoría del sector laboral, que era empleado por
el Estado, desde profesionales hasta auxiliares de limpieza.
Al comenzar a quebrarse esta
parcialización surgieron dos fenómenos hasta entonces desconocidos en Cuba: la
posibilidad de vivir —y de vivir bien— gracias a la entrada permitida de dinero
desde el exterior y la oportunidad de obtener ingresos, en cifras que el
Gobierno no es capaz de pagar, debido a la posesión de determinadas
habilidades, capacidades, bienes o medios. El primer grupo de beneficiados fue
constituido principalmente por aquellos con familiares residiendo en el
exterior, mientras que el segundo lo formaron desde artistas hasta cocineros y
dueños de los ahora famosos “paladares”. Tras la llegada de Raúl Castro al
mando de los asuntos cotidianos en la isla, las posibilidades de crecimiento de
ambos grupos se han ampliado.
Sin embargo, el papel del Gobierno se ha
limitado a permitir y no a desarrollar. De hecho, en este terreno las quejas
que se formulan a diario a la actual presidencia es que no avance más rápido en
esa permisividad a cuentagotas, que ha hecho que ahora los cubanos puedan,
desde tener una computadora hasta poder viajar al extranjero. Claro que al
mismo tiempo, ese gobierno totalitario ha dejado en manos privadas el asunto de
conseguir el dinero necesario, tanto para comprar el equipo como el pasaje. Es
decir, que al tiempo que se han democratizado
las diferencias (ya la desigualdad no se siente en el viaje del
dirigente a los países socialistas sino en el dinero que tiene el vecino para
comprar un televisor de pantalla gigante), la adquisición de los bienes de
consumo han pasado de métodos políticos y sociales a formas individuales (ya el
centro de trabajo y el colectivo laboral
no otorga la autorización para comprar el televisor, sino el dinero que se
recibe del extranjero o que se gana de forma privada). Dicho de forma rápida:
el Estado cubano se desentiende cada vez más del problema de la subsistencia de
sus ciudadanos.
Se asiste entonces al desarrollo cada vez
mayor de una especie de engendro económico, en que el “carácter socialista”
viene determinado por el monopolio en el comercio de ventas al por mayor, y en
buena medida también minoristas, mientras se desentiende del incremento, o
incluso el mantenimiento, de la creación de empleos bien remunerados. Esta
actuación esquizofrénica solo es posible de mantener bajo el principio de que
el Estado te vende, pero no te paga lo suficiente para comprar, por lo que mira
hacia el exterior para los ingresos: remesas, turismo, servicios médicos y profesionales
en general en otros países y ventas también en el exterior de productos muy
específicos, como la industria farmacéutica y algunos minerales. Lo curioso es
que, con esta actitud parásita al extremo, el gobierno logre mantener un
control absoluto y sustentar una retórica nacionalista.
No cabe esperanza alguna de que la
discrepancia entre precios y salarios vaya disminuyendo, sino todo lo
contrario. Limitarse a ver el asunto como el resultado de la existencia de una
dualidad monetaria es interpretar un resultado del problema como la esencia del
mismo.
La dualidad monetaria en Cuba es un
problema que el Gobierno de la isla admite, pero cuya solución está
subordinada, al menos en teoría, a un aumento de la productividad. Sin embargo,
este enfoque no sólo parece estar cada vez más alejado de cualquier posibilidad
de éxito, sino que en la práctica no cumple la función de plan de largo alcance
para lograr un objetivo, aunque sí un fin más inmediato: dilatar el asunto y
trasladarlo a una especie de limbo que intenta ocultar la falta de capacidad o
de disposición para hallar una solución. Una estrategia destinada al fracaso económico
que es en realidad una táctica política, la cual hasta ahora ha logrado su
meta: considerar transitorio un callejón sin salida.
Se repite así la paradoja del modelo
cubano, donde la falta de eficiencia productiva actúa muchas veces como carta
de triunfo político.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 12 de agosto de 2013.