Como parte de la prensa del corazón,
existe en España una industria millonaria: los programas de televisión
dedicados a comentar la vida de los famosos.
No importa si es un cantante, un artista
o se trata de alguien que, por casarse con fulano o ser hijo de mengano, ha
logrado tener un nombre conocido. Tampoco hace diferencia alguna la fecha del
acontecimiento y la edad de los participantes en el asunto. La celebridad,
convertida en mercancía, dicta la pauta.
Cualquier acto es convertido en
meritorio, por el poder singular de un medio capaz de convertir al comentario
de esquina en foco de atención de millones.
Estos programas hacen la fortuna de unos
pocos y ayudan a pasar la noche a muchos. Tanto se afanan quienes los producen,
que la competencia por tener una “exclusiva” adquiere carta de presentación.
Cuentan con la facilidad de apretar un
botón y no tener que preocuparse en mantenerse atento. Pasan semanas, meses y
años, y todas las noches se sigue girando sobre los mismos temas.
Esta televisión conforma la visión más
vulgar de la eternidad del momento. Algunos o muchos la encuentran entretenida.
Aquí en Miami se ha logrado desarrollar
un formato similar a estos programas españoles. Sólo que al corazón lo
sustituye la política.
El resto es lo mismo: frivolidad,
repetición y sensacionalismo. Un público cautivo todas las noches, o las mañanas y tardes en el caso de la radio, que se
sienta, mira y oye con asombro y entusiasmo hechos conocidos, comentarios
banales, noticias ocurridas años atrás.
Tanta falta de memoria debería indicar la
importancia transitoria de lo que se contempla. La propuesta, sin embargo,
requiere de una presentación llamativa: invita a participar de un suceso único,
advierte que se está haciendo historia, recalca la singularidad del
acontecimiento.
Las mismas palabras una y otra vez, noche
tras noche.
Esta degradación de la información,
convertida en espectáculo, no debe sorprender en una ciudad que transforma en
sainete cualquier tragedia.
Desde los lejanos planes de la CIA,
durante la década de 1960, para exterminar a Fidel Castro y su régimen, una y
otra vez en esta ciudad se ha utilizado el mismo esquema, difícil de entender
fuera de Miami: el empleo de amplios recursos y fondos millonarios con el
objetivo de no lograr nada.
En este sentido, se puede trazar una
curva que va desde la supuesta militancia anticastrista, violenta y radical,
hasta el relato de supuestas operaciones militares, privilegios, abusos y
cuanta interioridad se conoce o inventa respecto al régimen de La Habana.
Haciendo gala de una picardía digna de la
Época de Oro en España, hay quienes llegan a esta ciudad y sin quitarse el
polvo castrista del camino, luego de preguntar dónde se cena bien y se duerme
mejor, se presentan ante cualquier estación de radio y televisión para contar
lo que dicen que vieron y oyeron, sin escatimar relatos de terror y
advertencias infundadas.
Mercaderes del miedo, que aprenden pronto
la lección de vender cualquier exageración.
Farsantes al afirmar que conocen planes
secretos —que por lo general elaboraron ellos mismos por el camino—, los cuales
no pasan de ser un engaño socorrido para ganar algunos dólares.
Lo que por regla general se refleja en la
pequeña pantalla no es más que el paso del tiempo. Lo que surgió como parte de
un esfuerzo violento, conoció una etapa que en parte aún subsiste de
utilización inadecuada de fondos para la ayuda a la disidencia, se concentra
cada vez más en la revelación sensacionalista, el libro de memorias lleno de
secretos y el “descubrimiento” de la última trama de espionaje castrista en
Miami.
Ha sido el paso del hecho al chisme, y
aunque el dinero ahora no llega en las cifras de antaño, siempre hay quien
encuentra la forma de vivir del cuento.
De industria financiada por el Estado,
esta variante “anticastrista” se está convirtiendo en renta personal, truco de
animador de carpas, casi labor de televangelista.
El modelo que atravesó diversas etapas
—donde el nexo entre la política y la economía siempre ha sido estrecho— y por
años demostró una pujanza envidiable, tanto para otros inmigrantes como para
los residentes de la isla, se agota en su variante empresarial, pero sobrevive
como empeño individual.
Desde hace años, Washington considera que
el camino del anticastrismo está agotado, y tanto presidentes demócratas como
republicanos han apostado por un traspaso de poder en la isla que garantice la
necesaria estabilidad indispensable para evitar un éxodo masivo.
En este sentido la ruta del dinero de la
industria anticastrista comenzó a alejarse de Miami, aunque no se ha marchado
por completo.
Para sustituirla —aunque sea en parte— ha
florecido otra, donde la capacidad para asimilar el aburrimiento sirve para
medir el poder de la ignorancia, la rentabilidad de la complacencia, lo
beneficioso que puede resultar el empeño en el lugar común, el filón inagotable
de la bobería. Hasta cierto punto puede argumentarse que es menos perjudicial,
pero no por ello deja de reflejar la situación en que se encuentra una
audiencia de exiliados, que no encuentra nada mejor para subsistir a una
frustración de décadas, que refugiarse en lo pueril.