Desde hace años una partida de fanáticos
intentan apropiarse del Partido Republicano. Lo han logrado en parte. Todo
comenzó con un desplazamiento geográfico, pero en realidad ideológico. El ala
sureña del partido desplazó a los del norte, que lo habían guiado por años. Los
gobiernos de ambos Bush, padre e hijo, fueron la culminación de este período,
sobre todo durante el mandato del segundo.
Sin embargo, la llegada a la presidencia
de Barack Obama vino a poner de cabeza lo que hasta entonces se consideraba un
cambio acorde a las circunstancias del momento.
Como suele ocurrir, la respuesta no fue
una rectificación de rumbo sino empeñarse en el error. Los triunfos parciales
durante las elecciones legislativas de mediados del primer período presidencial
de Obama parecieron confirmar en un sector republicano que el extremismo
ideológico era la carta de triunfo en las urnas.
Luego vino la elección presidencial, pero
la derrota del candidato republicano no ha servido para enmendar el error, sino
todo lo contrario. Tras los debates en las primarias, en que cada aspirante a
la presidencia se empeñó en ser más intransigente que el anterior, el elegido
Mitt Romney trató de aparecer como el representante no solo de la clase media
sino de la actual ciudadanía estadounidense en su conjunto. Fracasó en su
empeño porque siempre resultó demasiado falso para creerse el cuento y con un
desprecio total hacia la población hispana —para no hablar de los votantes
negros— como para conseguir su apoyo.
Al igual que en el primer triunfo electoral
de Obama con la derrota del senador John McCain, el fracaso de Romney no ha
servido para un cambio.
Los motivos son dos, y muy elementales.
El primero es que la próxima elección presidencial está aún lejana, y el juego
político ahora no es conquistar al electorado estadounidense en general sino la
base partidaria. El segundo tiene que ver con el dinero, y es que en la
política de este país se está produciendo un fenómeno perjudicial para la
democracia. El fallo de la Corte Suprema en el caso Citizens United contra la Comisión Nacional de Elecciones, que
permite a las empresas gastar cantidades no limitadas de sus fondos
corporativos en las contribuciones de campaña permitidas ha llevado a una mayor
polarización ideológica y no a una representación más justa de los intereses de
la mayoría ciudadana.
El dictamen de la Corte Suprema revocó todas
las limitaciones de la ley Bipartisan
Campaign Reform Act (también conocida como McCain–Feingold Act o BCRA), que
prohibían a las empresas, incluidas las organizaciones sin ánimo de lucro y
sindicatos, invertir en campañas electorales. Ello ha permitido la inversión de
grandes sumas de dinero —a favor o en contra de los aspirantes y candidatos
presidenciales de los dos principales partidos de este país— en las elecciones
de 2010 y 2012.
Contrario a lo que se pensó en un primer
momento, ello no se ha traducido necesariamente en privilegios para las
corporaciones, sino en una vía para que algunos de sus principales
propietarios, grandes accionistas y millonarios de cualquier tipo puedan
invertir abiertamente en sus objetivos políticos personales.
Esto quiere decir que, para las
corporaciones, los cabilderos continúan siendo los vehículos ideales para
lograr leyes a su favor, mientras que a la hora de buscar inclinar la balanza
política en agendas ideológicas individuales o de grupos de interés, los fondos
en posesión de los grupos de acción política marcan la pauta.
En este sentido, el extremismo político
que parece dominar en un poderoso sector del Partido Republicano no obedece al
dinero de corporaciones sino de donantes individuales. Con frecuencia, estos
grandes donantes promueven los puntos de vista más extremos. El mejor ejemplo
en ese sentido es el magnate del juego Sheldon Adelson
En 2012, los principales donantes —que
constituyen apenas el 0.1 por ciento— conformaron el 44 por ciento de las contribuciones
de campaña, mientras que en 1980 un número igual de donantes privilegiados solo
alcanzó el 10 por ciento de la cifra total de dinero dado para la promoción de
candidaturas, de acuerdo a un artículo de The
New York Times.
Ello explica que miembros populares del
ala más radical del conservadurismo republicano, como el senador Marco Rubio,
sean en este momento grandes recaudadores de fondos, de acuerdo a una
información de El Nuevo Herald.
El cambio en el Partido Republicano, de
un conservadurismo pragmático norteño a un fundamentalismo rural sureño, ha
traído como consecuencia una polarización ideológica de los votantes, los
cuales han llevado a la Cámara de Representantes a políticos que se aferran a posiciones
ideológicas extremas, rechazan el compromiso y se aferran a una “pureza
ideológica” que puede complacer a un número limitado de electores, pero se
aparta del espíritu moderado y centrista del la mayoría de votantes de este
país.
Este cambio, como se demostró en 2012,
puede traer como resultado un nuevo fracaso republicano en la próxima elección
presidencial. Pero por lo pronto los miembros de este partido apuestan a la
votación para legisladores del próximo año.
¿Qué le queda entonces al movimiento
conservador y cuál es su futuro?
Desde hace años el Partido Republicano
necesita de una valoración de sus objetivos y prioridades, y al mismo tiempo
liberarse del control que sobre él viene ejerciendo la ultraderecha sureña, en
especial en su vertiente más reaccionaria, dominada en buena medida por los
diversos grupos y sectas evangelistas, el extremismo en contra del Estado y el
lograr una reducción cada vez mayor en los impuestos.

El movimiento Tea Party está exhausto, y ello
debe traducirse fundamentalmente en un beneficio para la derecha, ya que este movimiento
nacido en circunstancias de momento ha sido —en sus ideas, argumentos, estrategias,
y sobre todo en su visión— de manera profunda y desafiante, anti conservador.
Sin embargo, la pérdida de simpatizantes en el electorado en general del Tea
Party —que quedó demostrada en las últimas elecciones— no significa aún que este
movimiento ha perdido influencia a la hora de exigir a los miembros del Partido
Republicano, en el reclamo de que se definan en sus acciones de acuerdo a lo
que la organización considera “verdaderos republicanos o verdaderos
conservadores”.
Esta exigencia tiene sus raíces en la
transformación que ha sufrido una parte del movimiento conservador en este
país, del pragmatismo al fanatismo ideológico.
Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial,
el conservadurismo en Estados Unidos giró en torno a un debate único, que se ha
repetido una y otra vez. Analizar ese debate es la mejor forma de comprenderlo.
Lo que se conoce como movimiento
conservador norteamericano tiene su origen en las ideas del pensador y político
inglés Edmund Burke, quien a finales del siglo XVIII postuló que el gobierno
debía nutrirse de una unidad “orgánica”, que mantenía cohesionada a la
población incluso en los tiempos de revolución.
El conservadurismo de Burke no se
sustentaba en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien
en la desconfianza hacia todas las ideologías. En su denuncia de la Revolución
Francesa, Burke no buscaba una justificación del ancien régime y sus iniquidades, tampoco proponía una ideología
contrarrevolucionaria, sino que advertía contra todos los peligros de
desestabilización que acarreaban las políticas revolucionarias.
Para Burke, lo más importante era
salvaguardar las tradiciones e instituciones establecidas en lo que él llamaba
“sociedad civil”. Ante el peligro de destruir lo viejo, era mejor tratar de
enmendarlo con cautela.
En este sentido, el debate conservador se
ha situado entre los que se mantienen fieles a la idea de Burke, de enmendar la
sociedad civil, mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes
en cada momento, y quienes buscan una contrarrevolución revanchista.
Una y otra vez, en los últimos años, dentro
del Partido Republicano han adquirido mayor fuerza los contrarrevolucionarios.
Lo que buscan estos
contrarrevolucionarios es destruir todas las leyes, principios y normas que
llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social,
asistencia pública y beneficios para los más necesitados. Volver a la época del
capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del
establecimiento del New Deal/Fair Deal
de las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del
concepto de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60 del siglo pasado.
Así se explica ese odio sin medida hacia
el plan de seguro médico para todos los estadounidenses del presidente Obama.
Fuera de Estados Unidos, la idea de que un grupo de ciudadanos de un país se
niegue a un seguro universal de salud suela descabellada, pero aquí se
justifica no en cuanto al beneficio o no que pudiera producir, sino
fundamentalmente como premisa ideológica. Claro que esta premisa ideológica no
se muestra solo en su versión más descarnada —la intromisión del Estado en las
decisiones del individuo—, sino que se alude desde el gasto, el despilfarro y
el déficit nacional hasta la creación de empleos y las restricciones y posibles
sanciones a los pequeños negocios. No se trata de discutir la forma de mejorar
y ver la opción más eficaz de poner en práctica un proyecto, sino de
demonizarlo por completo.
Los ultraderechistas han ido tan lejos en
sus posiciones, que no solo han abandonado cualquier vestigio de los
planteamientos de Burke, sino que se han convertido en una especie de
comunistas a la inversa, al colocar la lealtad al movimiento —en este caso
muchos de los postulados puestos en práctica durante el gobierno de Ronald
Reagan—por encima de sus responsabilidades.
Los legisladores que siguen al pie de la
letra los principios del Tea Party son en buena medida políticos ambiciosos,
como Rubio y el senador Ted Cruz, que han encontrado en esa agrupación una vía
para destacarse y alcanzar una posición independiente de lo que por años fue el
establishment republicano. En otros
casos se trata simplemente de figuras bastante gastadas dentro de su propio
partido, que por temor a perder elecciones se suman a principios que no
comparten por completo, pero que no pueden dejar de obedecer por esa forma de
tiranía que imponen las urnas.
El intento de subordinar la aprobación de
la prórroga presupuestaria a posponer por un año la entrada en vigor de la ley
de salud —aprobada por el Congreso y reafirmada por la Corte Suprema— no es más
que un disparate político.
Con independencia de que hoy viernes la
Cámara de Representantes, dominada por los republicanos, apruebe una ley que
eliminaría la financiación federal del sistema sanitario de Obama, el resultado
final será nulo. El Senado dominado por los demócratas no dará el visto bueno a
una medida similar, y en última instancia el presidente Obama ya ha dicho que
votará cualquier ley al respecto.
Intentar paralizar al Gobierno con una agenda estrecha produce resultados
catastróficos para los políticos que se empeñan en ello. Los republicanos
deberían saberlo. Les pasó durante el gobierno de Bill Clinton y les ocurrirá
de nuevo si persisten en tratar de imponer una vez más lo que no es más que una
obsesión de fanáticos irresponsables.