Conocí a Daniel Díaz Torres a comienzos
de la década de 1970. Nunca fuimos amigos, porque teníamos solo algún que otro
punto de contacto, ni tampoco enemigos, debido sobre todo a las mismas razones
y circunstancias. Así que todo no pasó de algún encuentro ocasional con
terceros, conversaciones de grupo en que estos contaban más. Compartimos, eso
sí, generación y afinidades distintas, pero un interés común por el cine.
He comenzado a formar parte de la generación
de los que la noticia de la muerte es de una frecuencia alarmante, y desde que
supe que, en el caso de Daniel —Danielito en los 70— lo más probable era que se
me anticipara en eso, sentí un sabor amargo —ese lugar común— más por
complicidad en la edad que por otro motivo. La noticia ahora de su
fallecimiento lo que produce, más que esa amargura, es cierta nostalgia, por lo
demás bastante vieja y explotada.
Daniel está brevemente en algo que escribí hace algunos años, y su muerte no cambia que lo recuerde como un joven comunista
que tenía poco en común con alguien apático como yo, que por lo demás tampoco
era un rebelde.
Con igual ligereza que se practicaba
entonces y ahora, él había decidido que lo mejor en la década de los setenta,
—en lo que después se ha querido referir con pericia e inexactitud como
“período gris”— era no meterse a mencionar “los malos”, ya fueran estos escritores
famosos internacionales o autores cubanos. Así que si alguien se detiene a
revisar lo que por entonces escribió en Granma
o en la revista Cine cubano no
encontrará nada que desborde la línea común. Por lo demás, no es algo ajeno: yo
tampoco me aparté de esa línea en la revista universitaria Arte 7.
A su favor —no solo desde el punto de
vista político e ideológico sino lo que es más importante, en otorgarle el
merecido valor cultural que entonces se negaba con énfasis— siempre recuerdo su
amor no disimulado, al menos entre los que entonces compartíamos con él la
asistencia a la cinemateca y más de un cine-club, por el cine norteamericano, en
especial por el western, y ese
acercamiento que siempre mantuvo con Oscar Valdés el ICAIC, un director marginado
y mucho más valioso que los encumbrados de entonces.
Daniel —al menos el Daniel que recuerdo—
nunca participó de la soberbia y pedantería de un Pastor Vega, Jorge Fraga,
Rogelio París y luego un Jesús Díaz, realizadores mediocres que ensombrecían
exitosamente su falta de oficio con una verborrea tediosa. Ni tampoco era un
“pesao” como Enrique Colina. Tampoco catalogaba entre las “estrellas” del
ICAIC, distantes y por lo general de poco mérito a la hora de calificar alguno
o muchos sus resultados, como Manuel Octavio Gómez, Octavio Cortázar, Tomás
Gutiérrez Alea y Humberto Solás. Eso para no nombrar a los aburridos: de
quienes resulta imposible aguantar siquiera el primer rollo, como José Massip y
muchos más. No hay nada personal en que me exprese tan mal de la mayoría de los
directores cubanos de aquel momento. Es que el cine cubano, de aquella época y
ahora, siempre me ha parecido de una mediocridad aplastante. Lo demás
—alabanzas y tedios— son razones políticas más que ideológicas.
Sin embargo, si a Daniel lo salvo siempre
de esta lista no es solo porque resultaba simpático en ese grupo reducido, sino
principalmente gracias al hecho de que jamás me ha interesado ver sus
películas. Vi hace años Alicia en el
pueblo de las maravillas y las razones para escribir de ella no tuvieron
que ver con su realización sino con la labor de Reynaldo Miravalles y los
entretelones políticos.
El Daniel que conocí entonces era una
figura privilegiada y triste, que podía darse el lujo de dárselas de
revolucionario sin tener que sentirse, como nosotros, preso en una carrera
universitaria, y de participar en innumerables e inútiles trabajos agrícolas y evaluaciones
políticas. Protegido de Alfredo Guevara, vagaba por los pasillos del ICAIC a la
espera de una oportunidad para dirigir al menos un corto cinematográfico. Era
asistente de dirección, pero en realidad no era nada, salvo, creo, presidente
de la Unión de Jóvenes Comunistas de la institución —o al menos joven comunista
y luego militante del Partido, de eso sí estoy seguro— y crítico de cine
ocasional.
Recuerdo una tarde en La Rampa en que
encontré a Daniel aterrado, al punto de confiar en un simple conocido como yo
lo que le preocupaba: había recibido una citación para el servicio militar
obligatorio y todo indicaba que los militares parecían dispuestos a cargar con
él, como joven comunista, para nutrir al ejército cubano con otro “cuadro”.
Alfredo Guevara, que siempre lo salvaba de esos “llamados” de la patria, se
encontraba de viaje en el extranjero, y temía que en esa ocasión nadie era
capaz de salvarlo del trance. Como joven comunista, me confesó, no podía
mostrarse renuente, y en esa farsa repetida de “yo sí quiero pero no me dejan”
le faltaba quien le proporcionara el pretexto perfecto.
Al final, logró salvarse una vez más, y
prosiguió su carrera de militante perfecto a la sombra de la sala oscura y el
disfrute de esos westerns que tanto
le encantaban. Todo para morirse. Lástima que él y nosotros no pudiéramos por
años evitar esas zozobras tontas, para poder dedicarse cada cual a lo que, con
mayor o menor talento, le interesaba. Por lo demás, no vale la pena un
obituario en Cubadebate o el Granma.