jueves, 19 de septiembre de 2013

El antiimperialismo de Rousseff y los problemas en casa



Al parecer el antiimperialismo continúa dando réditos electorales en Latinoamérica. Si a esto se une que en la zona sur del continente, proclamarse un paso más a la izquierda está de moda, el desplante de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, al Gobierno de Barack Obama, es sobre todo un asunto de política nacional.
No es algo nuevo. Un viejo axioma plantea que la política exterior de un gobierno es una prolongación de su política nacional.
Rousseff ha cancelado su visita oficial a Estados Unidos, programada para el próximo 23 de octubre. Ya la prensa señala que con ello se ha anotado buenos puntos, tantos en el exterior como en su país.
Queda como una mandataria fuerte, que no teme plantarle cara a Washington. Lo saludarán con euforia sus aliados ideológicos. Es decir los gobiernos populistas de la región, y en especial el régimen cubano, que no se imita en la economía y el enfoque social, pero se respeta en política o —si se quiere ser más franco— en demagogia.
Porque hay cierta demagogia en el gesto. No en el reclamo por el espionaje practicado sobre Brasil por el gobierno estadounidense, sino en las acciones tomadas durante el planteamiento del asunto.
El gobierno brasileño considera las revelaciones sobre el espionaje a ciudadanos y empresas de su país como un hecho “grave” y “un atentado a la soberanía nacional”. Es cierto, pero exigir una respuesta y excusas “por escrito” en el plazo de una semana fue algo que desde el inicio se sabía Estados Unidos no iba a cumplir. Máxime si la exigencia vino acompañada de que la persona que tenía que responde por escrito era el propio presidente estadounidense.
En esa decisión, la presidenta se apoyó en dos puntos clave: la fortaleza de su país y la relativa debilidad electoral en que ha quedado luego de la oleada de protestas populares recientes.
Acudir al socorrido punto de la soberanía siempre viste bien en Latinoamérica, y Rousseff cuenta ahora con un buen tema para hacer campaña electoral para la presidencia en 2014. Tiene el ejemplo cercano de la candidata presidencial chilena Michelle Bachelet, que ha hecho de la promesa de un gobierno más a la izquierda que en su anterior mandato un factor importante en la contienda de su nación.
Todo apunta a que en la decisión de Rousseff pesó mucho el consejo de su mentor político, Luiz Inácio Lula da Silva, y aquí es donde la sagacidad política del momento se torna en una muestra de estancamiento —quizá sería mejor decir retroceso— de su línea política, que ha dado muestras de no apegarse tanto al esquema de izquierda tradicional de Lula.
Porque lo que fortalece ahora a Rousseff es también una señal de desencanto de cara al futuro. Avanzar con un proyecto de desarrollo social y económico que se fundamenta en la cordura y moderación —al poner en práctica un objetivo de justicia social y lucha contra la pobreza dentro de una plataforma que se sustenta en una estructura económica capitalista que no solo no critica y limita a la empresa capitalista sino la apoya— y al mismo tiempo practicar en el campo de la política internacional alianzas y gestos de complacencia con la izquierda radical, es una actitud esquizofrénica que puede permitirse Brasil gracias a ser un país grande pero no tan poderoso como quisiera.
En última instancia, Brasil tiene que realizar de vez en cuando esos gestos para demostrar una independencia que tiene, pero también para enmascarar una debilidad a la hora de influir internacionalmente, y que no ha podido superar.
Uno de los efectos más negativos, durante la presidencia de Lula, fue la reivindicación de un antinorteamericanismo vetusto, prisionero de la década de los sesenta y setenta. En un primer momento se pensó que traería un segundo aire para una izquierda latinoamericana, que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder. Sin embargo, ese segundo aire quien logró otorgarlo fue el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, solo que no en una forma de avance —salvo por el nombre adoptado y sin sentido de “Socialismo del Siglo XXI— sino mediante una vuelta a un pasado de agigantar el poder y los recursos de una maquina estatal obsoleta, rentista e ineficiente.
Por supuesto que hay que repetir que Brasil tiene todo su derecho a pedir explicaciones, y que la visita suspendida en la práctica se traducirá apenas en la demora por varios meses de un encuentro oficial que se producirá en el futuro.
De hecho, la actual administración estadounidense ya está adoptando medidas para corregir algunos excesos, aunque continuará realizando acciones que en algunos casos despertarán justa ira, pero que en otros no dejan de ser salvaguardas necesarias en la época actual. Como siempre, no vivimos en el mejor de los mundos.
Sin embargo, no deja de resultar sospechoso que se aproveche una situación de la cual el presidente Barack Obama es responsable, pero no totalmente culpable, para marcar una distancia oportuna —por no decir oportunista— con un mandatario que se sitúa en las antípodas de George W. Bush. La discusión privada entre gobiernos  y la mediación diplomática es lo que seguramente brindará los mejores resultados, y sin duda es lo que ya se ha impuesto. Claro que, por lo general, la diplomacia callada y tranquila no brinda tantos votos como los gestos altisonantes.

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