Al parecer el antiimperialismo continúa
dando réditos electorales en Latinoamérica. Si a esto se une que en la zona sur
del continente, proclamarse un paso más a la izquierda está de moda, el
desplante de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, al Gobierno de Barack Obama,
es sobre todo un asunto de política nacional.
No es algo nuevo. Un viejo axioma plantea
que la política exterior de un gobierno es una prolongación de su política
nacional.
Rousseff ha cancelado su visita oficial a
Estados Unidos, programada para el próximo 23 de octubre. Ya la prensa señala
que con ello se ha anotado buenos puntos, tantos en el exterior como en su
país.
Queda como una mandataria fuerte, que no
teme plantarle cara a Washington. Lo saludarán con euforia sus aliados
ideológicos. Es decir los gobiernos populistas de la región, y en especial el
régimen cubano, que no se imita en la economía y el enfoque social, pero se
respeta en política o —si se quiere ser más franco— en demagogia.
Porque hay cierta demagogia en el gesto.
No en el reclamo por el espionaje practicado sobre Brasil por el gobierno
estadounidense, sino en las acciones tomadas durante el planteamiento del
asunto.
El gobierno brasileño considera las
revelaciones sobre el espionaje a ciudadanos y empresas de su país como un
hecho “grave” y “un atentado a la soberanía nacional”. Es cierto, pero exigir
una respuesta y excusas “por escrito” en el plazo de una semana fue algo que desde
el inicio se sabía Estados Unidos no iba a cumplir. Máxime si la exigencia vino
acompañada de que la persona que tenía que responde por escrito era el propio
presidente estadounidense.
En esa decisión, la presidenta se apoyó
en dos puntos clave: la fortaleza de su país y la relativa debilidad electoral en
que ha quedado luego de la oleada de protestas populares recientes.
Acudir al socorrido punto de la soberanía
siempre viste bien en Latinoamérica, y Rousseff cuenta ahora con un buen tema
para hacer campaña electoral para la presidencia en 2014. Tiene el ejemplo
cercano de la candidata presidencial chilena Michelle Bachelet, que ha hecho de
la promesa de un gobierno más a la izquierda que en su anterior mandato un
factor importante en la contienda de su nación.
Todo apunta a que en la decisión de Rousseff
pesó mucho el consejo de su mentor político, Luiz Inácio Lula da Silva, y aquí
es donde la sagacidad política del momento se torna en una muestra de
estancamiento —quizá sería mejor decir retroceso— de su línea política, que ha
dado muestras de no apegarse tanto al esquema de izquierda tradicional de Lula.
Porque lo que fortalece ahora a Rousseff
es también una señal de desencanto de cara al futuro. Avanzar con un proyecto
de desarrollo social y económico que se fundamenta en la cordura y moderación —al
poner en práctica un objetivo de justicia social y lucha contra la pobreza
dentro de una plataforma que se sustenta en una estructura económica
capitalista que no solo no critica y limita a la empresa capitalista sino la
apoya— y al mismo tiempo practicar en el campo de la política internacional
alianzas y gestos de complacencia con la izquierda radical, es una actitud
esquizofrénica que puede permitirse Brasil gracias a ser un país grande pero no
tan poderoso como quisiera.
En última instancia, Brasil tiene que
realizar de vez en cuando esos gestos para demostrar una independencia que
tiene, pero también para enmascarar una debilidad a la hora de influir
internacionalmente, y que no ha podido superar.
Uno de los efectos más negativos, durante
la presidencia de Lula, fue la reivindicación de un antinorteamericanismo
vetusto, prisionero de la década de los sesenta y setenta. En un primer momento
se pensó que traería un segundo aire para una izquierda latinoamericana, que se
sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder. Sin embargo, ese
segundo aire quien logró otorgarlo fue el fallecido presidente venezolano Hugo
Chávez, solo que no en una forma de avance —salvo por el nombre adoptado y sin
sentido de “Socialismo del Siglo XXI— sino mediante una vuelta a un pasado de
agigantar el poder y los recursos de una maquina estatal obsoleta, rentista e
ineficiente.
Por supuesto que hay que repetir que
Brasil tiene todo su derecho a pedir explicaciones, y que la visita suspendida
en la práctica se traducirá apenas en la demora por varios meses de un
encuentro oficial que se producirá en el futuro.
De hecho, la actual administración
estadounidense ya está adoptando medidas para corregir algunos excesos, aunque
continuará realizando acciones que en algunos casos despertarán justa ira, pero
que en otros no dejan de ser salvaguardas necesarias en la época actual. Como
siempre, no vivimos en el mejor de los mundos.
Sin embargo, no deja de resultar
sospechoso que se aproveche una situación de la cual el presidente Barack Obama
es responsable, pero no totalmente culpable, para marcar una distancia oportuna
—por no decir oportunista— con un mandatario que se sitúa en las antípodas de
George W. Bush. La discusión privada entre gobiernos y la mediación diplomática es lo que
seguramente brindará los mejores resultados, y sin duda es lo que ya se ha
impuesto. Claro que, por lo general, la diplomacia callada y tranquila no
brinda tantos votos como los gestos altisonantes.