La pasada semana algunos en Miami
celebraron el 80 aniversario del 4 de septiembre. Desde el punto de vista de la
libertad de expresión, tienen todo su derecho a hacerlo. En lo que respecta al
mínimo análisis sobre la nefasta trayectoria del dictador Fulgencio Batista y Zaldívar,
en la política y la historia cubana, mejor hubiera sido que se dedicaran a
recordar cualquier fecha más célebre, desde la aparición del “Caballero de
París” hasta la última vez que se oyó pregonar la venta de tamales en la
esquina de 23 y 12, en El Vedado.
Cierto que gracias a la permanencia del
castrismo la aberración batistiana todavía se escucha a veces, e incluso con
algún que otro adepto trasnochado de última hora, pero poco cuenta en lo que
respecta a esa figura tenebrosa salvo su pecado mayor: haber propiciado la
llegada de Fidel Castro al poder.
Los dos aspectos que más se mencionan al
intentar justificaciones más o menos taimadas del batistato apelan a la
comparación y a la circunstancia, más que al supuesto protagonista de la
escena. Se pretende hablar de la “época de Batista”, apelar a cifras y destacar
el desarrollo económico alcanzado en Cuba como si todo ello obedeciera al
designio del tirano, cuando en realidad éste lo que hizo fue aprovecharse de
una situación existente y no crearla. Si incluso actualmente en la isla hay —en
lo que respecta a esa Habana de oropel y alegría grosera dedicada a venderse al
turista extranjero— una vuelta a la década de 1950, no es precisamente lo mejor
del espectáculo y la farándula de esos años lo que se recrea con mérito, sino
la vulgaridad y la prostitución de cualquier tipo, las cuales han renacido con
fuerza. Batista fue sinónimo de desprecio de la cultura, ignorancia y
explotación. Fue, para resumirlo en una palabra vigente y apropiada, soez.
Tampoco tiene validez alguna el segundo
aspecto, que es un símil fácil cuando no perverso. Cuando se compara la
dictadura de Batista con el régimen totalitario de los hermanos Castro no se
ataca principalmente a los segundos, sino que indirectamente se brinda cierto
alivio al primero.
Carece de sentido esa comparación, como
también lo es en el caso de Hitler y Stalin o entre la Camboya de Pol Pot y el
Congo de Leopoldo II de Bélgica. Es útil la denuncia y el acumular cifras de
asesinatos, vandalismo, hambre y miseria, pero lo peor no justifica ni
disminuye lo malo. Durante el último período de Batista en el poder, se robó,
asesinó y torturó. Puede cuestionarse alguna cifra repetida más como objetivo
de propaganda que para establecer certezas. Sin duda en los primeros años de la
llegada al poder de Fidel Castro se magnificó el terror anterior como un
recurso justificativo. Nada de esto anula los abusos reinantes con Batista en
el Palacio Presidencial. El argumento del “otro es peor” no solo resulta infantil
sino pernicioso.
El problema de la débil legitimidad
gubernamental antecede al acto de Batista, porque tiene sus raíces en la
corrupción rampante y la relativa incapacidad de dos instituciones establecidas
por la Constitución para el desarrollo del Estado de derecho y el avance
político del país: la Corte Suprema y el Congreso. Sin embargo, nadie como él
se aprovechó de esa debilidad institucional con objetivos más mezquinos, al
punto de abrir la puerta para lo que vendría después del 1 de enero de 1959.
Este desempeño final de su mandato en la isla oscurece cualquier intento de
reivindicación social que practicó durante su primera etapa de mando.
Tras el 10 de marzo de 1952, el camino
electoral con Batista en el poder fue cada vez más cuestionado. Unas elecciones
celebradas bajo su gobierno no se percibieron por la población como fuente de
legitimidad. La amnistía a los asaltantes al Moncada no fue un simple error político o un acto de
generosidad equivocada. Formó parte de esa búsqueda de legitimidad que nunca
alcanzó.
¿Existía la posibilidad de una solución
democrática en Cuba, sin dictadura de Batista y sin entregarle el poder a Fidel
Castro? En términos políticos generales, pareció posible hasta 1956 —incluso
tras el ataque al Moncada, un hecho relativamente menor en aquellos momentos
para el panorama político nacional— si Batista hubiera mostrado una actitud
negociadora, similar a la que tuvo a finales de la década de 1930, y cedido
frente a la idea de una asamblea constituyente propugnada por Carlos Márquez
Sterling, Jorge Mañach y José Pardo Llada, entre otros. Sin embargo, tras sus
declaraciones de entonces no había un interés genuino de negociar, sino su afán
de seguir como “hombre fuerte” de la isla.
En última instancia, el uso de la
violencia para reprimir a la oposición fue lo que llevó a la caída del régimen
de Batista y al triunfo de Fidel Castro. Por ello nada más debería ser
repudiado a diario en esta ciudad.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 8 de septiembre de 2013.