La fiscalía española ha recomendado
desestimar la demanda en contra de agentes de seguridad cubanos, presentada en
Madrid por la familia de Oswaldo Payá. Aunque aún falta la decisión del juez,
lo más probable es que dicha demanda termine por ser desestimada por completo,
algo que desde el inicio siempre ha parecido la conclusión más probable. Este,
sin embargo, es solo un ángulo del asunto.
El tratar de convertir en político un
proceso legal, cuando desde el principio tanto la Plaza de la Revolución como
La Moncloa transitaron el camino contrario, resulta casi imposible.
Por supuesto que tanto el proceso
judicial como la condena a Ángel Carromero tuvieron un componente político
esencial, pero tanto La Habana como Madrid, prescindieron de hablar de este
aspecto. De esta forma, no destacó que los dos jóvenes políticos europeos que
viajaron a Cuba llevaron dinero para organizar una organización opositora entre
los jóvenes; ni siquiera se mencionó que no se trataba de un viaje aislado,
sino que formaba parte de un esfuerzo que se venía desarrollando dentro del
Partido Popular de España, que otros políticos españoles habían viajado con
anterioridad a la isla con igual propósito y que el expresidente español José
María Aznar estaba detrás de todo ello. No hubo declaraciones airadas por parte
alguna, Carromero se limitó a recitar el guión que le habían escrito y a los
pocos meses estaba en España y quince días más tarde caminaba libremente por
las calles de Madrid (la constante referencia al localizador electrónico que
lleva en el tobillo no deja de ser ridícula: ¡por favor, no es el grillete de
José Martí!). Así que siempre ha sido muy evidente lo imposible que resulta
alterar la conducta y la política de un Estado soberano como el español, con
base a declaraciones y arrepentimientos de un joven con rostro pícaro y
expediente de conducir de alocado, creado no por Cuba sino desde hace años
antes en su país de nacimiento.
A todo esto se podría añadir que un
cambio de actitud del actual gobierno español en el caso Carromero, y teniendo
en cuenta la naturaleza gansteril del régimen cubano, tendría como consecuencia
que en menos de tres meses habrían dos, diez o treinta españoles encarcelados
en Cuba y sentenciados rigurosamente por los más diversos delitos. Delitos que
ellos, antes, habrían declarado ante las cámaras haber cometido. Y como si
fueran pocos los que tiene, el gobierno de Mariano Rajoy tendría entonces entre
sus manos un problema más.
Por supuesto que siempre ha estado muy
claro que lograr una investigación independiente sobre la muerte de Payá y
Harold Cepero (alguien que, por lo demás, no pasa de ser un nombre y un muerto en
todo este asunto; y esto no es una frase irrespetuosa sino una realidad
repetida a diario en las informaciones de prensa) es un objetivo, pero no el
único.
La denuncia al régimen castrista, el
mantener viva la imagen de Payá y el alboroto político de seguro también han
contado —y cuentan— como objetivos. Nada hay de reprochable en ellos en la
lucha contra un régimen totalitario.
Sin embargo, todo lo relacionado con la
demanda presentada por la familia Payá, que entretiene tanto a la prensa de
Miami, pasa a un plano secundario cuando se enfrenta otro ángulo del mismo
asunto: es cierto que la naturaleza represiva —y asesina cuando ha sido necesario—
del régimen de los hermanos Castro lleva no solo a sospechar sino a la creencia
de que hubo una persecución y un hostigamiento que, en última instancia,
tuvieron responsabilidad en el aparente accidente de tránsito. Es más, en
general las circunstancias políticas y sociales en que se vive en Cuba, más
allá de lo específico de cualquier caso, llevan a inculpar al régimen.
Solo que entonces surge la pregunta: ¿y
qué más? Porque el camino arduo, hostil y casi imposible de lograr una condena
en un tribunal español o internacional a personeros del régimen de La Habana, o
de conseguir una investigación internacional al respecto, no debe hacer olvidar
la otra cara de la realidad, la cubana, y es que no solo la muerte del opositor
ha tenido poca o ninguna repercusión en la isla, que el primer año de su muerte
no fue recordado con actos de oposición y que poco o nada a destacar han
realizado los miembros de su organización que aún no han abandonado el país; o
en mucho silencio ha tenido que ser para que no se sepa.
Este desvío de la acción opositora, de la
isla al exilio, es una característica actual de la situación cubana, y no solo
distingue al Movimiento Cristiano Liberación.
Mucha represión existe en la isla. Es
cierto, pero también desinterés y abulia generalizados en la población cubana,
que sigue apostando por la partida como la mejor opción para un regreso
temporal que permite el paso de humillado a exaltado.
A 25 años de fundado, el Movimiento
Cristiano Liberación puede hablar de un momento o dos —las conocidas recogidas
de firma para avalar el Proyecto Varela— pero no de un historial de logros o de
un aumento de su vigencia, sino todo lo contrario. Eso, en política, es
sinónimo de fracaso. Un fracaso honroso, sin duda, pero no por ello se deben
obviar las limitaciones del movimiento y callar frente a la protección del
manto de mártir, que en la actualidad cubre al fundador del grupo, con
independencia de que en buena medida éste se justifique.