Lo que en cierta medida ha impedido la
solución del conflicto Cuba-Estados Unidos es que, en la medida en que éste ha
ido perdiendo importancia internacional, ha mantenido vigencia en el terreno
local.
Los triunfos políticos y económicos de
este poderoso exilio han contribuido, en última instancia, a que no se exploren
otras alternativas frente al gobierno de La Habana. Pero si bien el exilio de
“línea dura” ha contado con el apoyo incondicional de Washington para su
victoria, también se ha beneficiado de la “ayuda” indirecta que le proporciona
La Habana, sin interés en explorar nuevas vías de entendimiento. Frente a la
intransigencia de Miami, la Plaza de la Revolución ha respondido con igual
empecinamiento, en un tira y encoge de no sólo quién tiró la primera piedra,
sino también la última.
Si volvemos por un instante al caso de
Vietnam, vemos como las circunstancias que entonces posibilitaron el
restablecimiento de vínculos entre dos naciones enemigas no se dan hoy día
respecto a Cuba.
La mayor oposición al restablecimiento de
nexos diplomáticos, tras lograrse el fin del embargo y las relaciones
comerciales, eran la Legión Americana, grupos de familiares de los
desaparecidos en la guerra y políticos republicanos como Bob Dole, quien tenía
aspiraciones presidenciales.
A favor no sólo estaba un presidente que
había evadido el participar en una guerra a la que estaba opuesto y
“despreciaba”, sino también una buena parte del Congreso. Una resolución para
el levantamiento del embargo había sido aprobada por el Senado en 1994 por una
votación de 62 votos contra 38. Legisladores de ambos partidos que habían
participado en la contienda apoyaban el superar las diferencias.
Precisamente en este sentido es que cabe
preguntarse si no resulta más apropiado que el gobierno cubano comience a
adoptar una actitud similar a la de Hanói. Cuando Vietnam dejó de negarse a
brindar información sobre los soldados norteamericanos desaparecidos, con
independencia de las limitaciones de la misma y los pasos paulatinos que se
necesitó transitar, abrió la puerta que llevó a que Estados Unidos levantara el
embargo comercial.
En cierto sentido se limitó a contribuir
con un argumento a un debate político. En otro, facilitó un pretexto para un
fin económico. Pero por encima de consideraciones específicas, fue un cambio
positivo.
Cuba, por el contrario, desde hace algunos
años viene jugando a la apertura de pequeñas ventanas económicas. En un momento
volvió a cerrar algunas y tras la llegada de Raúl Castro al poder cotidiano
parece empeñada en mantener abiertas unas pocas e incluso ampliarlas. Pero las
puertas políticas siguen selladas. La Habana no puede seguir cruzada de brazos
si quiere un mejoramiento de relaciones con Washington; si en realidad ese es su
interés, algo por otra parte muy dudable.
Un artículo reciente de Esteban Morales
—quien en una época se caracterizó por ser el altanero decano de la Facultad de
Humanidades y una figura política nada abierta a una mayor comprensión de las
diferencias ideológicas— transita por el camino trillado de considerar a los
exiliados como una masa informe de ciudadanos apegados a los clichés de la
cubanía repetidos en Cuba y Miami: las palmas, las canciones y el cafecito
mañanero en la esquina. Un grupo ávido en gastar en la isla, por lo cual es
bienvenido, y atraído por la nostalgia mas plañidera.
Así que Morales alza su voz a favor de
una reconciliación de café con leche, que no excluya a inversionistas y
gastadores, mientras que saluda —con cierto cinismo— una política migratoria
que alienta el escape, o al menos la distracción temporal, porque de esa manera
se quita presión a la olla interna.
Solo que esa política de permitir los
resquicios ha sido inherente al régimen cubano desde sus inicios, y lo mismo
fue catalogada de “socialismo con pachanga” por el Che Guevara que justificada
por Fidel Castro cuando permitió los vuelos de la comunidad. Cuba nunca llevó a
cabo una construcción “seria” del socialismo. Lo mismo permitió, en plena
ofensiva revolucionaria, la permanencia de restaurantes de lujo —donde los
camareros atendían con esmoquin blanco en verano y negro en invierno, en la
mejor tradición burguesa— que dejó a los funcionarios de menor rango llevar
grabaciones de chistes de Álvarez Guedes a las fiestas sindicales, mientras exhibían
grabadoras y casetes que para entonces quedaban fuera del cubano de a pie.
Esa superficialidad en el análisis no hay
que achacarla por completo a la (in)capacidad de análisis del “experto”, sino a
una “retinitis tecnocrática”, que determina
hasta donde se puede profundizar en los problemas, consecuencia de un sistema
autoritario que fija límites muy claros al discurso público, como ha
señalado Haroldo Dilla en Cubaencuentro.
Mientras el régimen de La Habana continúe
empeñado en una estrategia de supervivencia, y sus intelectuales orgánicos sean
incapaces de la menor transgresión al comentario autorizado, seguirá la
exhibición de análisis truncados, conclusiones parciales y premisas inadecuadas.