Los orígenes de lo que está
ocurriendo en este país tienen una fecha: la noche del 2 de noviembre del 2004. Esa noche se
jodió Estados Unidos. O al menos la nación como se había conocido tras la
Guerra de Vietnam. No fue sólo de que el país cambió luego de los atentados del
11 de septiembre del 2001. Las razones del triunfo republicano de entonces
fueron más profundas: reventaban las últimas costuras que quedaban para
intentar mantener la unión de una sociedad que desde mucho antes daba muestras
evidentes de resquebrajamiento. Culminó la larga etapa en que el Norte se
impuso sobre el Sur e impuso una coherencia progresista, industrial y
civilizadora a territorios disímiles. La reelección de Bush demostraba que el
estilo político del Sur —con su carga de ignorancia y atraso— era capaz de
imponerse como fuerza predominante para regir los destinos de la que era
entonces única superpotencia del planeta. No es caer en la idiotez de echarle
toda la culpa a Bush, que al final ha resultado un moderado si se mira a los
políticos del Tea Party. Fue una señal de alerta. Luego, con el triunfo de
Barak Hussein Obama, hubo una vuelta a la esperanza, confirmada tras su
reelección. Pero las fuerzas retrógradas, que se empecinan en hacer regresar a
esta nación a la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920, están
actuando cada vez con mayor fuerza.
La noche que se jodió Estados Unidos
La noche del 2 de noviembre de 2004 se
jodió Estados Unidos. O al menos la nación como se ha conocido en los últimos
treinta y tantos años, tras la Guerra de Vietnam. No se trata sólo de que el
país cambió luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las razones
para explicar el triunfo republicano son más profundas. Acaban de reventar las
últimas costuras que quedaban para intentar mantener la unión de una sociedad
que desde mucho antes daba muestras evidentes de resquebrajamiento. Culminó la
larga etapa en que el Norte se impuso sobre el Sur e impuso una coherencia
progresista, industrial y civilizadora a territorios disímiles. Se abre un
nuevo período que puede desembocar en una guerra civil, el establecimiento de
un estado totalitario de corte fascista y el renacimiento de una izquierda
radical. Es posible que estas tendencias extremas nunca se materialicen, pero
se ha ampliado la puerta que podría darles salida. A las puertas de la
reelección de Bush, es el estilo político del Sur —con su carga de ignorancia y
atraso, de la que no ha podido desprenderse pese al avance económico
norteamericano— el que ha logrado imponerse como fuerza predominante para regir
los destinos de la única superpotencia del planeta.
Basta contemplar un mapa de Estados
Unidos para comprobar que el territorio está definido por líneas ideológicas
que se han convertido en verdaderas fronteras. Al centro y al sur geográficos
domina una mentalidad provinciana, aislacionista por principio, apegada al
fanatismo religioso y hostil hacia la inteligencia. A lo largo de la costa
oeste y al otro extremo —en la costa noreste— impera el cosmopolitismo, la
tolerancia sexual y religiosa y el culto al conocimiento. Es un contorno
delineado a brochazos, pero no carente de valor práctico a la hora de juzgar
los resultados electorales del 2 de noviembre.
Lo primero que ha quedado demostrado es
que los ocho años de gobierno del ex presidente Bill Clinton fueron un
paréntesis, logrado por el carisma y la habilidad de un político astuto. La
elección que demostró la verdadera tendencia nacional no llevó un nuevo
mandatario a la Casa Blanca, sino una serie de legisladores al Congreso, y
ocurrió en 1994, con el dominio republicano de ambas cámaras. Desde entonces
nada ha sido igual. Hoy el Partido Republicano cuenta con una cifra de
gobernadores estatales, senadores y representantes federales apenas imaginados
hace cuarenta años.
¿Qué significa que los republicanos
mantengan el control ampliado del Congreso, al tiempo que es casi segura la
reelección del presidente George W. Bush? Pues que en los próximos meses y años
serán nominados por el mandatario —y confirmados en el Capitolio— un gran
número de magistrados que convertirán a la Corte Suprema y a las cortes
estatales en organismos judiciales conservadores, que revertirán fallos y leyes
en favor de los derechos de la mujer, las minorías raciales, los empleados y la
protección ambiental. Las reducciones fiscales que benefician a las
corporaciones y ciudadanos de elevados ingresos se harán permanentes,
ampliándose en muchos casos. Los servicios sociales se reducirán como una
justificación para reducir el déficit. La política inmigratoria será más
estricta. Los programas de Bienestar Social serán privatizados en gran parte y
la Asistencia Social limitada al máximo. La distinción entre la Iglesia y el
Estado se volverá mas tenue y la protección del medio ambiente se verá
doblegada ante los intereses corporativos. Los controles sobre la vida
ciudadana se intensificarán. El presupuesto militar seguirá aumentando y la
política internacional norteamericana se caracterizará por el aislacionismo y
los planes hegemónicos.
Durante su primer período, Bush no se
detuvo para poner en práctica una agenda de un marcado énfasis partidista,
donde el fundamentalismo cristiano pasó a un primer plano, el secreto en la
actuación gubernamental se convirtió en norma política y la arrogancia en las decisiones no admitieron la
menor vacilación y duda. Hizo todo eso y mucho más, pese a que su llegada a
Washington estuvo marcada por una decisión cuestionable de la Corte Suprema. Es
imposible imaginar que ahora —tras una victoria rotunda de su partido en el
Congreso y a un paso de la reelección— cambie de actitud. No se puede negar que
aquello por lo que ha sido criticado por muchos —empecinamiento, fervor
religioso y aislacionismo en la esfera internacional— ha contribuido en gran
medida a su victoria en las urnas.
Pese a que aún no ha concluido el
recuento electoral, ya pueden señalarse dos factores que contribuyeron en una
medida determinante al triunfo de Bush: logró venderse como el mandatario capaz
de garantizar la seguridad del país y movilizó a la base de creyentes
cristianos —quienes profesan diversos cultos evangélicos— que se unieron en una
cruzada moral y religiosa en favor de un presidente que supuestamente está
destinado única y exclusivamente a ejercer un poder terrenal.
El resultado de elegir al gobernante del
país más poderoso del planeta valorando sólo su fe religiosa y una imagen de
“hombre duro” contra el enemigo exterior no es un buen presagio para el futuro
de Estados Unidos. Tanto la realidad de que la economía no acaba de despegar —y
que la cifra de nuevos empleos no supera al número de despedidos— como el hecho
de que la nación fue lanzada a una guerra bajo premisas falsas y el atolladero
actual de la situación iraquí pasaron a un segundo plano, frente a la
ignorancia, el fanatismo y el miedo,
De confirmarse el triunfo de Bush, en los
próximos días se analizarán los errores cometidos por el senador John Kerry a
lo largo de su campaña, el papel desempeñado por determinados grupos de
votantes —como los hispanos en general y los cubanoamericanos en particular— y
otras razones que posibilitaron que durante otros cuatro años continúe una
administración que ha dado muestras de una incompetencia que hoy por hoy parece
no preocupar a la pequeña mayoría que decidió que todo continuara igual, es
decir peor.
Luego de todos esos análisis imprescindibles,
será necesario valorar si el Partido Demócrata no debe imitar a Bush y
abandonar la política de centro que tan buen resultado dio a Clinton. No cabe
duda que este año el país no estaba preparado para un político más radical al
estilo de Howard Dean. Durante los próximos cuatro años, Bush hará que esta
situación cambie. Esta es la única esperanza que queda en estos momentos.
Este artículo apareció publicado en
Encuentro en la red el 3 de noviembre de 2004.