El Partido Republicano ha adoptado la
táctica de hacer todo lo posible para que el gobierno se paralice. No sólo es
un error político, también resulta inmoral y antipatriótico.
La situación puede agravarse aún más en
dos semanas, si la parálisis actual continúa y abarca una posible moratoria de
pagos de parte del Tesoro, debido a que el Congreso no aumente el límite del
endeudamiento de la nación.
Cada vez cobra mayor fuerza el movimiento
Tea Party dentro del Partido Republicano. Si su empecinamiento e intransigencia
sigue por el rumbo actual —y nada de momento indica que ello no ocurra— incluso
este grupo acabará provocando una eclosión dentro de la organización
partidista.
Existe la posibilidad de que el
republicanismo se divida en un ala radical y otra verdaderamente conservadora,
cada una con su nombre y postulados propios.
Han ocurrido intentos anteriores de
establecer un tercer partido de importancia en las urnas —no esos cuyos
candidatos aparecen en la boleta, pero no cuentan a la hora de los resultados—
solo que de forma independiente o como una derivación ideológica, no como una
fractura institucional.
De momento, la confrontación es sobre
todo de figuras políticas. Lo que ha ocurrido en las últimas décadas es que
algunos candidatos republicanos —con agendas más radicales y desde posiciones más
ideológicas que pragmáticas— han logrado llegar a Washington: al Congreso y en
algunos casos hasta la Casa Blanca. Barry Goldwater no lo consiguió, pero
Ronald Reagan sí.
Tampoco se puede afirmar que todas las
presidencias republicanas de los últimos años han estado marcadas por el celo
ideológico y el extremismo. No lo fue la de George Bush padre, y en cierto
sentido luego su hijo moderó la agenda, durante los últimos años de su propio
mandato (debido, también es cierto, al embrollo causado por la Guerra de Irak).
Hay además un factor muy importante, que
el actual alboroto causado por el Tea Party ha logrado dejar a un lado (muy a
la conveniencia de este grupo), y es el hecho de que las posiciones y la
ideología de este grupo fueron las grandes perdedoras durante la última
elección presidencial.
Hasta ahora daba la impresión que una de
las claves para la elección del próximo candidato republicano a la presidencia
iba a depender del análisis que se hiciera sobre las causas del fracaso de Mitt
Romney. ¿Fue un candidato demasiado moderado para la base republicana o por el
contrario, jamás logró venderse como el representante de la clase media de este
país y del estadounidense que rechaza los extremos? Pero lo que está ocurriendo
actualmente pudiera alterar los factores, y las elecciones legislativas
del próximo año —a las que supuestamente los republicanos llegarían con una
ventaja histórica en este tipo de proceso— convertirse en una definición
anticipada del futuro presidencial.
Ocurre una paradoja singular, y lo que en
las últimas semanas se ha visto como el escenario en que algunos legisladores
republicanos están buscando un posicionamiento de sus agendas y personalidades
de cara a la siguiente contienda por la presidencia —Ted Cruz, Marco Rubio y Rand
Paul los ejemplos más notables— podría transformarse en una
definición de cara a las elecciones legislativas y no a las presidenciales. Y
aquí es donde los demócratas y el presidente Barak Obama le están ganando la
batalla a los republicanos.
Es muy simple: los estadounidenses ven lo
que está ocurriendo como un problema del Congreso, no de la presidencia. Le
echan la culpa a los representantes y senadores por no ponerse de acuerdo.
Así, al final, es posible que el
extremismo del Tea Party no pase de un fenómeno momentáneo —originado en buena
medida por tener de presidente del país a una figura como Obama— y no logre
convertirse en un movimiento de trascendencia duradera. En este sentido, el
republicano volvería a su definición tradicional: postular a la presidencia
candidatos que, dentro de una ideología de derecha, presentaran una agenda
política moderada.
Sin embargo, otros factores muestran que
lo que ocurre dentro del Partido Republicano no es un fenómeno de momento, sino
la necesidad de una definición mayor de postulados y principios, no solo en un
país que ha ido evolucionando demográfica y socialmente, sino en un mundo que
ya no es bipolar y mucho menos unipolar.
Esas definiciones que los republicanos
deben concretar con vista a la conducta de su partido. Van desde la posición
frente al fenómeno migratorio y las minorías, hasta la disyuntiva entre el
aislacionismo o el actuar no solo de Estado referente sino de actor fundamental
en crisis en que los intereses nacionales no se ven directamente implicados. Desde
hace algún tiempo este partido debió haber analizado y asumido criterios
generales —más allá de la diversidad democrática y las diferencias propias de
los estados en que viven sus electores—, pero debido a diversas circunstancias
no se ha hecho.
Aquí entraría a jugar una asignatura
pendiente para el republicanismo, y es el análisis profundo de la
administración de George W. Bush: la aceptación o el rechazo de algunos de sus
postulados.
Fue Bush hijo quien logró —gracias a una
popularidad adquirida y luego perdida— un poder político entre la ciudadanía,
que de momento permitió a los republicanos eludir dos cuestiones, al menos, que
para entonces ya necesitaban abordarse: la inmigración —y en especial un
acercamiento a la problemática de los ciudadanos de origen latino— y la
transformación del principio de hegemonismo mundial hacia una actitud en que
Estados Unidos jugara el papel de nación de referencia, indispensable pero no rectora.
Tanto las características personales —y
familiares— de Bush le permitieron un vínculo especial con la minoría latina,
al menos durante los primeros años de su mandato. Por otra parte, los ataques
terroristas del 9/11 lo llevaron a una modificación radical de lo que en un
primer momento definió que sería el papel de Estados Unidos respecto al resto
del mundo: de las declaraciones iniciales de Condoleezza Rice, entonces asesora
de Seguridad Nacional, de que los soldados norteamericanos no estaban para
desempeñar el papel de cuidadores de las guarderías infantiles de Kosovo, a la
política de buscar activamente el cambio de régimen en diversos países. Nunca
aquello “del hombre y sus circunstancias” ha resultado más adecuado.
El Tea Party nace no solo a consecuencia
del fracaso electoral republicano, que llevó a Obama a la presidencia; la
crisis económica y la polarización del electorado, sino de la contradicción
implícita en, por una parte, la preponderancia del ala más radical dentro del
partido— y el desplazamiento de su control del norte al sur— y al mismo tiempo,
por la otra, la incapacidad para mantener de forma indefinida —o al menos por
un largo período de tiempo— la transformación social y económica que trataba de
demoler las bases de un Estado que tenía como una prioridad el otorgamiento de
beneficios y subsidios a los desposeídos o menos capacitados.
No es raro entonces que Ley Asequible de
Cuidado de Salud (ACA) —más conocida como Obamacare— se ha convertido en la
“bestia negra” de los partidarios del Tea Party, y que los legisladores que
responden a este grupo sigan dispuestos a jugarse el todo por el todo, sin
importarles en lo más mínimo hundir a este país.
Los fundamentos ideólogos del Tea Party
tienen poco que ofrecer. En el mejor de los casos, propugnan ideas gastadas,
que precisamente llevaron a esta nación a la crisis económica de la cual ha
estado saliendo con tanto trabajo: considerar al mercado la varita mágica que
resuelve todos los problemas; limitar los impuestos al mínimo y reducir al
Estado a sus funciones represivas: policía y ejército. Pero la bandera de
restarle poder al Estado siempre ha contado con un buen número de seguidores en
este país. El ataque al Obamacare ha tenido varias etapas, desde la campaña de
propaganda en que se afirmaba que sería el Estado quien determinaría el momento
en que “uno moriría” hasta la advertencia actual de que el plan aumentaría el
desempleo. Todos argumentos falsos, pero con una base común: meter miedo con la
idea de que el Gobierno va a determinar, de forma directa y absoluta, la vida
de los ciudadanos. Vale la pena recordar que, cuando se promulgó, Reagan —una
figura política que pocos soñaban llegaría a la presidencia— afirmó que el
Medicare una vía para introducir el comunismo en la ciudadanía. En la
actualidad, hay pocos empecinados que realmente se nieguen a recibir los
beneficios de este plan, incluso entre los millonarios.
La influencia del Tea Party no se refleja
sólo en quienes alientan, guían o participan en esta corriente populista, sino
en el hecho de que muchos políticos republicanos —con asientos en Washington,
en las legislaturas estatales o aspirando a ellos—consideran que en estos
momentos deben congraciarse con los extremistas de la ultraderecha.
Más apropiado que catalogar de
conservadora a esta ala, sería llamarla revanchista y retrógrada, con el
objetivo de hacer retroceder al país a la época del capitalismo más salvaje de
la década de 1920.
Para lograr este objetivo, el Tea Party
ha formado una organización variopinta, donde se encuentran desde ciudadanos
que demuestran su justa frustración por un Gobierno y un Congreso ineficientes,
hasta aprovechados y oportunistas, ansiosos de poder y dinero. No le falta
fondos al movimiento, porque millonarios como los hermanos Koch apoyan
financieramente al grupo.
Por encima del alboroto en contra del Obamacare,
el Presidente y en general el actual gobierno demócrata, los republicanos
sensatos ven con recelo la preponderancia de un movimiento que puede hacerle más
daño que bien a su partido.
Ese debate, que el Partido Republicano
viene posponiendo desde hace años, entre
el pensamiento conservador tradicional y los principios propugnados por los
neoconservadores, no debe dilatarse.
Por ejemplo, uno de los fundamentos del
Partido Republicano, que postula la disminución del papel del Estado, ha sido
transformado por los simpatizantes del Tea Party en una amalgama anarco populista,
que sustituye los postulados del gobierno por la simpatía hacia determinadas
figuras políticas. De ahí a la búsqueda de un líder supremo no hay más que un
paso. Hay mucho más en juego que una ley y una presidencia.