miércoles, 2 de octubre de 2013

Mucho más que el Obamacare



El Partido Republicano ha adoptado la táctica de hacer todo lo posible para que el gobierno se paralice. No sólo es un error político, también resulta inmoral y antipatriótico.
La situación puede agravarse aún más en dos semanas, si la parálisis actual continúa y abarca una posible moratoria de pagos de parte del Tesoro, debido a que el Congreso no aumente el límite del endeudamiento de la nación.
Cada vez cobra mayor fuerza el movimiento Tea Party dentro del Partido Republicano. Si su empecinamiento e intransigencia sigue por el rumbo actual —y nada de momento indica que ello no ocurra— incluso este grupo acabará provocando una eclosión dentro de la organización partidista.
Existe la posibilidad de que el republicanismo se divida en un ala radical y otra verdaderamente conservadora, cada una con su nombre y postulados propios.
Han ocurrido intentos anteriores de establecer un tercer partido de importancia en las urnas —no esos cuyos candidatos aparecen en la boleta, pero no cuentan a la hora de los resultados— solo que de forma independiente o como una derivación ideológica, no como una fractura institucional.
De momento, la confrontación es sobre todo de figuras políticas. Lo que ha ocurrido en las últimas décadas es que algunos candidatos republicanos —con agendas más radicales y desde posiciones más ideológicas que pragmáticas— han logrado llegar a Washington: al Congreso y en algunos casos hasta la Casa Blanca. Barry Goldwater no lo consiguió, pero Ronald Reagan sí.
Tampoco se puede afirmar que todas las presidencias republicanas de los últimos años han estado marcadas por el celo ideológico y el extremismo. No lo fue la de George Bush padre, y en cierto sentido luego su hijo moderó la agenda, durante los últimos años de su propio mandato (debido, también es cierto, al embrollo causado por la Guerra de Irak).
Hay además un factor muy importante, que el actual alboroto causado por el Tea Party ha logrado dejar a un lado (muy a la conveniencia de este grupo), y es el hecho de que las posiciones y la ideología de este grupo fueron las grandes perdedoras durante la última elección presidencial.
Hasta ahora daba la impresión que una de las claves para la elección del próximo candidato republicano a la presidencia iba a depender del análisis que se hiciera sobre las causas del fracaso de Mitt Romney. ¿Fue un candidato demasiado moderado para la base republicana o por el contrario, jamás logró venderse como el representante de la clase media de este país y del estadounidense que rechaza los extremos? Pero lo que está ocurriendo actualmente pudiera alterar los factores, y las elecciones legislativas del próximo año —a las que supuestamente los republicanos llegarían con una ventaja histórica en este tipo de proceso— convertirse en una definición anticipada del futuro presidencial.
Ocurre una paradoja singular, y lo que en las últimas semanas se ha visto como el escenario en que algunos legisladores republicanos están buscando un posicionamiento de sus agendas y personalidades de cara a la siguiente contienda por la presidencia —Ted Cruz, Marco Rubio y Rand Paul los ejemplos más notables— podría transformarse en una definición de cara a las elecciones legislativas y no a las presidenciales. Y aquí es donde los demócratas y el presidente Barak Obama le están ganando la batalla a los republicanos.
Es muy simple: los estadounidenses ven lo que está ocurriendo como un problema del Congreso, no de la presidencia. Le echan la culpa a los representantes y senadores por no ponerse de acuerdo.
Así, al final, es posible que el extremismo del Tea Party no pase de un fenómeno momentáneo —originado en buena medida por tener de presidente del país a una figura como Obama— y no logre convertirse en un movimiento de trascendencia duradera. En este sentido, el republicano volvería a su definición tradicional: postular a la presidencia candidatos que, dentro de una ideología de derecha, presentaran una agenda política moderada.
Sin embargo, otros factores muestran que lo que ocurre dentro del Partido Republicano no es un fenómeno de momento, sino la necesidad de una definición mayor de postulados y principios, no solo en un país que ha ido evolucionando demográfica y socialmente, sino en un mundo que ya no es bipolar y mucho menos unipolar.
Esas definiciones que los republicanos deben concretar con vista a la conducta de su partido. Van desde la posición frente al fenómeno migratorio y las minorías, hasta la disyuntiva entre el aislacionismo o el actuar no solo de Estado referente sino de actor fundamental en crisis en que los intereses nacionales no se ven directamente implicados. Desde hace algún tiempo este partido debió haber analizado y asumido criterios generales —más allá de la diversidad democrática y las diferencias propias de los estados en que viven sus electores—, pero debido a diversas circunstancias no se ha hecho.
Aquí entraría a jugar una asignatura pendiente para el republicanismo, y es el análisis profundo de la administración de George W. Bush: la aceptación o el rechazo de algunos de sus postulados.
Fue Bush hijo quien logró —gracias a una popularidad adquirida y luego perdida— un poder político entre la ciudadanía, que de momento permitió a los republicanos eludir dos cuestiones, al menos, que para entonces ya necesitaban abordarse: la inmigración —y en especial un acercamiento a la problemática de los ciudadanos de origen latino— y la transformación del principio de hegemonismo mundial hacia una actitud en que Estados Unidos jugara el papel de nación de referencia, indispensable pero no rectora.
Tanto las características personales —y familiares— de Bush le permitieron un vínculo especial con la minoría latina, al menos durante los primeros años de su mandato. Por otra parte, los ataques terroristas del 9/11 lo llevaron a una modificación radical de lo que en un primer momento definió que sería el papel de Estados Unidos respecto al resto del mundo: de las declaraciones iniciales de Condoleezza Rice, entonces asesora de Seguridad Nacional, de que los soldados norteamericanos no estaban para desempeñar el papel de cuidadores de las guarderías infantiles de Kosovo, a la política de buscar activamente el cambio de régimen en diversos países. Nunca aquello “del hombre y sus circunstancias” ha resultado más adecuado.
El Tea Party nace no solo a consecuencia del fracaso electoral republicano, que llevó a Obama a la presidencia; la crisis económica y la polarización del electorado, sino de la contradicción implícita en, por una parte, la preponderancia del ala más radical dentro del partido— y el desplazamiento de su control del norte al sur— y al mismo tiempo, por la otra, la incapacidad para mantener de forma indefinida —o al menos por un largo período de tiempo— la transformación social y económica que trataba de demoler las bases de un Estado que tenía como una prioridad el otorgamiento de beneficios y subsidios a los desposeídos o menos capacitados.
No es raro entonces que Ley Asequible de Cuidado de Salud (ACA) —más conocida como Obamacare— se ha convertido en la “bestia negra” de los partidarios del Tea Party, y que los legisladores que responden a este grupo sigan dispuestos a jugarse el todo por el todo, sin importarles en lo más mínimo hundir a este país.
Los fundamentos ideólogos del Tea Party tienen poco que ofrecer. En el mejor de los casos, propugnan ideas gastadas, que precisamente llevaron a esta nación a la crisis económica de la cual ha estado saliendo con tanto trabajo: considerar al mercado la varita mágica que resuelve todos los problemas; limitar los impuestos al mínimo y reducir al Estado a sus funciones represivas: policía y ejército. Pero la bandera de restarle poder al Estado siempre ha contado con un buen número de seguidores en este país. El ataque al Obamacare ha tenido varias etapas, desde la campaña de propaganda en que se afirmaba que sería el Estado quien determinaría el momento en que “uno moriría” hasta la advertencia actual de que el plan aumentaría el desempleo. Todos argumentos falsos, pero con una base común: meter miedo con la idea de que el Gobierno va a determinar, de forma directa y absoluta, la vida de los ciudadanos. Vale la pena recordar que, cuando se promulgó, Reagan —una figura política que pocos soñaban llegaría a la presidencia— afirmó que el Medicare una vía para introducir el comunismo en la ciudadanía. En la actualidad, hay pocos empecinados que realmente se nieguen a recibir los beneficios de este plan, incluso entre los millonarios.
La influencia del Tea Party no se refleja sólo en quienes alientan, guían o participan en esta corriente populista, sino en el hecho de que muchos políticos republicanos —con asientos en Washington, en las legislaturas estatales o aspirando a ellos—consideran que en estos momentos deben congraciarse con los extremistas de la ultraderecha.
Más apropiado que catalogar de conservadora a esta ala, sería llamarla revanchista y retrógrada, con el objetivo de hacer retroceder al país a la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920.
Para lograr este objetivo, el Tea Party ha formado una organización variopinta, donde se encuentran desde ciudadanos que demuestran su justa frustración por un Gobierno y un Congreso ineficientes, hasta aprovechados y oportunistas, ansiosos de poder y dinero. No le falta fondos al movimiento, porque millonarios como los hermanos Koch apoyan financieramente al grupo.
Por encima del alboroto en contra del Obamacare, el Presidente y en general el actual gobierno demócrata, los republicanos sensatos ven con recelo la preponderancia de un movimiento que puede hacerle más daño que bien a su partido.
Ese debate, que el Partido Republicano viene posponiendo desde hace años,  entre el pensamiento conservador tradicional y los principios propugnados por los neoconservadores, no debe dilatarse.
Por ejemplo, uno de los fundamentos del Partido Republicano, que postula la disminución del papel del Estado, ha sido transformado por los simpatizantes del Tea Party en una amalgama anarco populista, que sustituye los postulados del gobierno por la simpatía hacia determinadas figuras políticas. De ahí a la búsqueda de un líder supremo no hay más que un paso. Hay mucho más en juego que una ley y una presidencia.

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