El proceso que por costumbre y desidia se
sigue llamando la revolución cubana siempre se ha caracterizado por los
bandazos, el ir de un extremo al otro. En una época el Estado se ocupaba de
todo, ahora busca quitarse de arriba aquello que no considera fundamental para
su supervivencia. De pronto, los cubanos acaban de descubrir que orinar tiene
un precio.
Se iniciaba con la vida y terminaba con
la muerte. Del primer al último momento el Gobierno siempre aparecía para
ocuparse del asunto. Todavía lo hace en cierta medida.
Nadie tenía que pagar por un parto o por
un ataúd. Por el camino de la vida aparecían todos esos momentos en que se le
recordaba al cubano lo afortunado que era, al vivir en un país donde no tenía
que preocuparse por un seguro médico que cubriera el nacimiento de un hijo o
esa modalidad del entierro y la tumba que se pagan por adelantado y a plazos.
Por supuesto que aparentemente había una
ventaja económica. Luego el Gobierno se ocupaba de cobrarle de mil maneras al
“beneficiado” por los dones recibidos, y las deficiencias que han ido
agudizándose con los años —desde tener que llevar la sábana al hospital hasta
los pagos subrepticios para lograr un mejor trato o simplemente el servicio que
es gratuito pero no se brinda—, pero la filosofía de un Estado protector salía
a relucir siempre.
Aunque mellada al extremo, esa filosofía
sobrevive en los discursos. Sólo que desde hace años tiene otro concepto, la
“gratuidad” ha venido a poner un freno. Para el gobierno de Raúl Castro, poner
límites cada vez más firmes a lo que se entrega gratuitamente se ha convertido
no simplemente en una realidad, sino también un postulado. No se plantea como
un principio ideológico, pero en la práctica lo es: una proposición necesaria
que sirve de base para justificar el no rendir cuentas por lo que se prometió
originalmente pero ya no se cumple.
La gratuidad y la falta de control de
costos fue por años parte del sistema cubano, sobre todo a partir de la mal
llamada “Ofensiva Revolucionaria” de 1968. La entrada gratuita a las
actividades deportivas y museos; las guarderías o círculos infantiles que no se
pagaban; los teléfonos públicos gratis —y que
al mismo tiempo dejaron de funcionar— y las tarifas fijas y mínimas del
consumo de gas en La Habana, para citar algunos ejemplos. Con furia partidistas, los funcionarios buscaban como
dar algo más sin cobrar —al punto que por esa época se comenzó a hablar de la
eliminación paulatina del dinero— aunque luego aquello que no costaba un
centavo desaparecía del panorama. Ser gratis se convirtió en sinónimo de
inservible, inútil e inexistente.
Alguien puede argumentar que los
servicios médicos y educacionales continúan ofreciéndose sin costo en Cuba,
pero las deficiencias que enfrentan ambas esferas reflejan no solo una
filosofía social sino también una incapacidad para encontrar una solución a los
problemas que presentan.
Lo que llama la atención es que ese mismo
afán que antes imperó en la tendencia a no cobrar existe ahora en la búsqueda
de actividades, funciones y servicios que puedan ser entregados a la esfera
privada y de los cuales el Estado pase a beneficiarse no como administrador
sino como rentista. Y que ese énfasis en ampliar la esfera privada gira, como
en otras ocasiones, dentro de un sector muy secundario de la esfera económica.
Y así se llega a la última de las
“reformas” del gobierno de Raúl Castro, que acaba de descubrir que descargar la
vejiga o el intestino debe tener un precio y legalizó el alquiler de los baños
públicos como negocios privados.
Hay que añadir que lo que acaba de
decretar —no confundir con excretar, para evitar chanzas— el gobierno cubano existe
en buena parte del mundo En las ciudades europeas hay diversos tipos de servicios sanitarios públicos, en que las formas de pago adoptan las más diversas
modalidades, desde entregar algún dinero por lo general a un anciano a cambio
de un trozo de papel higiénico hasta una puerta que para abrirla hay que
introducir una moneda. Y también los hay completamente gratis.
Sin embargo, y conociendo el carácter y
la inventiva del cubano, la noticia despierta de inmediato la sospecha que
estas nuevas licencias abren la posibilidad de que sean utilizadas para la
oferta de servicios más amplios, y que junto a urinarios, lavabos e inodoros
comiencen a surgir una modalidad de
“baños turcos” y dentro de un tiempo conoceremos de redadas en estos nuevos
baños públicos, problemas de “jineterismo”, etc. Sin excluir además la
posibilidad de la aparición de letreros en contra del Gobierno. Por lo que no
solo se abre una fuente de trabajo para el cuentapropismo, sino también se amplía
la labor de la policía política.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición de hoy lunes, 4 de noviembre de 2013.