El gobierno de Raúl
Castro ha logrado algo que parecía imposible durante la época de Fidel: echar a
un lado o reducir al mínimo los fundamentos ideológicos y aplicar un
pragmatismo que no significa adaptarse a la realidad, como han supuesto
algunos, sino todo lo contrario: ajustar esa realidad al propósito único de
conservar el poder.
Una visitante
reciente a la isla se expresaba en estos términos, al referirse al proceso de
“actualización” del régimen: “la falta de mensajes oficiales que orienten sobre
el proceso o expliquen el significado de los mismos, hace pensar en la falta de
un proyecto integral concreto. De hecho más que ideologización ‘orientadora’,
para dirigir el proceso, como cabría suponer en un régimen autoritario, hay una
completa desideologización”.
Sin embargo, lo que a
los ojos europeos de la profesora española Sonia Alda es un vacío que “solo
puede generar desorientación y desconcierto” —según escribió en un agudo
artículo publicado en Infolatam— en
la práctica cubana es un acomodo que un día avanza y otro retrocede, pero
siempre busca conservar el poder.
Contrario a lo
esperado por algunos, el agotamiento ideológico del modelo marxista-leninista
no desembocó en un desmoronamiento del sistema.
Si quienes viven bajo
las ruinas del socialismo cubano son sujetos moldeados por una época en que se
produjo una amplia distribución de algunos derechos sociales —como tener un
trabajo asegurado y el acceso gratuito a los servicios de salud y educación— que
con los años experimentaron un cada vez mayor deterioro, son también ciudadanos
con un precario entrenamiento para ejercer derechos civiles y políticos, o en
general poco preparados para asumir riesgos a la hora de obtenerlos.
El gobierno de La
Habana ha hecho todo lo posible por mantener esa condición, timoneando de
acuerdo al momento pero sin soltar el control del rumbo.
En lo que se refiere
al aspecto cultural e ideológico, en los años previos al mandato de Raúl Castro
el régimen mantuvo dos maniobras para tratar de encaminar el deterioro
ideológico: el nacionalismo posmarxista, adoptado como elemento fundacional del
proceso, y la despolitización de escritores y artistas.
Luego, en los últimos
años, ha sido capaz de prescindir de ambos o relegarlos al “departamento de
asuntos sin importancia”.
Una maniobra puesta
en práctica durante la última etapa de Fidel Castro al mando de los asuntos
diarios del poder, pero que se vino a emponderar con el gobierno de Raúl y a
partir de la “guerrita de los emails”, se ha caracterizado por la
transformación definitiva del “intelectual orgánico” en un creador hasta cierto
punto neutral, en lo que respecta a una militancia política activa, aunque fiel
guardador de los “valores patrios”.
Al dar muestras de agotamiento el nacionalismo católico, a comienzos de este
siglo, algunos de los portavoces de la ideología oficial iniciaron un desplazamiento
hacia el llamado “socialismo del siglo XXI”, propuesto por Hugo Chávez en
Venezuela.
El problema con esos
cambios oportunos —o menor, oportunistas— fue que, desde el punto de vista
teórico y fundacional, carecían de solidez y solo sirvieron de espejismos al
uso para justificar un acercamiento al poder o al dinero. A ello hay que
agregar que, como el lugar que antes ocupaba la teoría lo comenzaron a llenar los
medios masivos, el debate se ha permeado de mezclas absurdas.
De esta forma, el intentar montar en el mismo carro a Bolívar y Marx, en el mal
llamado "socialismo del siglo XXI", no ha resultado más que un
disparate que solo unos pocos intelectuales han tratado de justificar.
Si bien para sostener estos ajiacos ideológicos, por momentos el régimen de La
Habana ha necesitado tanto controlar la lectura como la escritura, también se
ha percatado de la existencia de cierta permisividad inofensiva, que no afecta
su capacidad de sobrevivir e incluso le brinda cierta publicidad adicional,
sobre todo en el exterior.
Sin embargo, aunque
se han producido avances en Cuba, al analizar los límites de la tolerancia no
deja de imperar un panorama sombrío.
La razón de ello es
que más allá de casos específicos, géneros mencionados y momentos históricos,
aún el gobierno cubano, y los intelectuales que lo defienden, fundamentan su
política cultural en una administración territorial de la creación y en
practicar una aduana política, que permite pasar a unos y a otros no.
La publicación de ciertos
libros, temas y autores marginados no es lo suficientemente fuerte como para
romper la lógica de la exclusión.
Frente a este desmembramiento
cultural e ideológico, en la actualidad se debaten varios proyectos en la isla,
por parte tanto de esa intelectualidad que con diversos matices mantiene cierta
cercanía con la posición oficial —hablar de colaboracionismo en la mayoría de
los casos es exagerado— como dentro de
esa gama que comprende a la sociedad civil, disidencia, activismo y periodismo
independiente, y cada vez es más amplio y complejo. Dichas posiciones merecen
un artículo aparte.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 18 de noviembre de 2013.