Desde comienzos de este mes se ha
incrementado la violencia contra los opositores pacíficos en Cuba. No es
simplemente hablar de una mayor represión, porque el acoso y la intimidación a quienes
expresan su desacuerdo con el gobierno de La Habana es una constante que desde
hace décadas se manifiesta con períodos de mayor o menor intensidad.
Sin embargo, los ataques físicos a la
disidencia, aunque también están presentes siempre, se intensifican en momentos
en que el régimen considera que aumenta el riesgo para su afán de perpetuarse
en el poder o en ocasiones en que el control represivo se mezcla con el
vandalismo más soez.
Algo de ello viene ocurriendo en Cuba. Recientemente
detuvieron en Santa Clara a unas 30 integrantes de Las Damas de Blanco y una
turba castrista golpeó y pateó dos veces a Guillermo Fariñas.
En estos casos, como ha ocurrido con
anterioridad, el argumento socorrido del gobierno —si es que se siente obligado
a emitir alguno— es decir que es la respuesta espontánea de un pueblo
enardecido contra los enemigos del país apoyados por un país enemigo. Afirmar
que Cuba es “una plaza sitiada” o que “la nación está en guerra” es parte de
ese rosario de lemas ya gastados, pero de los cuales aún saca cierta utilidad
el gobierno cubano, sobre todo en medios internacionales.
Difícil comprender que una nación está en
guerra con otra y al mismo tiempo le compra alimentos a su enemigo, agasaja a
los legisladores del bando contrario y celebra subastas de tabacos donde los
principales invitados y compradores no vienen de una trinchera sino viajan
cómodamente al país anfitrión, para citar algunos ejemplos.
Una guerra sin disparos y ataques
mortíferos, sin cañones y acorazados. Una contienda donde los únicos “barcos
enemigos” que entran en aguas cubanas traen mercancías que se cargan en los
puertos de la nación agresora.
Cuba está en una “guerra”, dicen quienes
gobiernan en Cuba, y no le queda más remedio que encarcelar a los “agentes” que
luchan en favor del otro lado.
Sin embargo, un buen número de disidentes
cubanos han cumplido largas condenas por el solo ‘‘delito” de divulgar análisis
políticos y noticiosos y buscar cambios
pacíficos en la isla.
Desde hace mucho tiempo los disidentes
luchan frente a dos enemigos poderosos: la represión y la inercia. Por décadas
el régimen ha alimentado la ausencia de futuro en la población como el medio
ideal para alimentar la fatalidad, el cruzarse de brazos y la espera ante lo
inevitable.
Pero si estas actitudes influyen
negativamente en las posibilidades de un cambio democrático, también afectan a
la capacidad de la nación para resolver sus problemas por medios propios.
Aunque se han producido ciertos cambios económicos,
y pequeñas transformaciones en el orden social, la vida cotidiana de los
cubanos sigue regida por el desbalance y la inseguridad que produce el permitir
hoy ciertas actividades económicas y censurarlas mañana, o al mismo tiempo
llevar a cabo acciones represivas contra la libertad creadora y ejercer la
discriminación contra ciertos sectores poblacionales, ya sea debido a la raza o
las preferencias sexuales de sus miembros.
Esta precariedad entre las prohibiciones
y lo tolerado en ciertos momentos ha imperado por décadas en la isla. Y por
supuesto se ha traducido en un sentimiento de inseguridad que afecta a todos,
incluso a quienes ocupan cargos administrativos y de control.
Lo
que en cierta época fue delito en Cuba, ahora es permitido. Sin embargo, en
esencia la capacidad o el derecho a expresar el deseo de cambiar ciertas leyes,
así como aspectos y condiciones sociales —o a la sociedad y el gobierno en su
conjunto— sigue siendo tan negado en Cuba como cuando esta persecución se expresaba
en términos de la lucha de clases.
Un ejemplo de esto ha ocurrido en las
últimas semanas, cuando el gobierno emitió un decreto que prohíbe a los cuentapropistas
la venta de ropa, o más recientemente aún, cuando ordenó el cierre de salas de
cine particulares. En ambos casos, se trata de actividades no autorizadas
explícitamente por leyes, pero toleradas desde hace algún tiempo. Lo que ayer
se podía hacer, hoy no se puede: así funciona un país donde la legalidad en
muchas ocasiones se transforma simplemente en una permisividad que se da o se
quita arbitrariamente, de acuerdo a los derechos o caprichos de un padre
gobierno que ya no se preocupa por alimentar a sus hijos, pero que no deja de
castigarlos cuando lo considera necesario.
En un proceso que tiene como única razón
de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, el mecanismo
represivo invade todas las esferas de la forma más descarnada, ya sea al cerrar
una sala de cine de no más de veinte sillas, dejar los percheros sin ropa o
detener a un grupo de mujeres indefensas y caerle a golpes a un opositor
pacífico.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 11 de noviembre de 2013.