En un artículo reciente sobre la polémica
generada a partir del cierre de los cines privados en Cuba, el poeta y
ensayista Víctor Fowler expresaba: “queda la amarga sensación de que la (vieja)
retórica ha sido incapaz de elaborar algún discurso coherente para enfrentar a
la (nueva) realidad”.
Retirado de circulación el discurso
ideológico fundacional, quienes aún defienden el modelo cubano dan tumbos entre
lo viejo y lo nuevo, incapaces de definir un rumbo.
Espero que no esté lejano el día en que
esa izquierda cubana, oficialista o semioficialista, pueda actuar libremente y
echar por la borda a Lenin.
Cuando pueda reconocer que la teoría y la
práctica política del fundador de la desaparecida Unión Soviética tenía por
objetivo crear un estado totalitario habrá dado un paso de avance.
Hasta entonces, se quedará en los
márgenes, elaborando artículos para consumo fuera de la isla, mientras se mantiene
cómplice de un régimen que niega las libertades más esenciales.
Poco hay que buscar en el llamado
“socialismo del siglo XXI”, que postulaba el fallecido presidente venezolano Hugo
Chávez. Me cuesta trabajo admitir que las referencias al legado de Mao Tsedong
en China y de Ho Chi-Minh en Vietnam que a veces citan signifiquen algo más que
citas circunstanciales.
Quienes favorecen la idea de un gobierno
socialista para Cuba cuentan con ejemplos suficientes en Europa, sin necesidad
de recurrir al “fantasma de Stalin” para cargarlo de culpas y tratar de
reinventar un pasado sin errores.
El modelo político-económico creado por
Lenin fue no sólo un fracaso sino una aberración histórica. Pretender salvarlo
es imposible. Su negación no es la negación del socialismo, o de un sistema que
otorgue la prioridad necesaria a la justicia social.
Comprendo las dificultades que tienen los
legítimos pensadores de una izquierda cubana a la hora de plantear estos
problemas.
Hay dos aspectos claves sobre los que se
definirán el futuro cubano: mejoramiento de vida de la población y libertad
ciudadana.
Una gran interrogante es si los
dirigentes cubanos cuentan con la capacidad y el valor necesarios para buscar
una solución a estos problemas, tras la desaparición de los hermanos Castro.
Otras preguntas tienen un alcance más largo. Queda por ver si el destino que
aguarda a la isla es el restablecimiento de la democracia o algo similar a lo
que ocurre en la Rusia actual.
Aunque en ocasiones formulan críticas
válidas sobre la situación imperante en Cuba,
los intelectuales orgánicos que aún quedan rezagados en la isla formulan
sus opiniones dentro de un fárrago dominado por una retórica caduca y maniatados por las cortapisas
ideológicas.
Algunos por formación y otros por
conveniencia, parecen condenados al uso y abuso de los modos de pensamiento y
escritura que caracterizaron los años en los que en Cuba imperó un mal llamado
análisis marxista o dialéctico de las situaciones, que en la mayoría de los
casos se limitaba a explicaciones de acomodo. Ello es patente en el recurrir
constante a las citas de autoridad y el no olvidar los socorridos pretextos y
justificaciones.
El defender un modelo de justicia social
—que realmente nunca existió en Cuba tras el 1 de enero de 1959— no implica el
suscribir propuestas agotadas. Se puede estar a favor de la educación gratuita,
servicios médicos a la población y renglones económicos de propiedad estatal
sin tener que andar con las obras de Marx y Engels bajo el brazo. Y mucho menos
tener que salvar a Lenin y echarle toda la culpa a Stalin.
Los que creen que el problema cubano
radica en la forma que se ejerció la propiedad estatal de los medios de
producción continúan transitando el camino equivocado. Colocar todos los
recursos económicos de una nación en manos del Estado no resuelve los problemas
sociales, sino que los aumenta. Hay que buscar soluciones alejadas del tipo de
capitalismo o “caudillismo” de Estado que en la actualidad impera en Cuba.
Tras el pensamiento y las acciones del
actual gobernante cubano no subyace otra ideología, sistema filosófico, social
o político, que una retórica, un discurso de énfasis, gestos y lugares comunes,
que sabe adaptarse tanto a la grandilocuencia dramática como a la sutil
modestia y la ignorancia estudiada, y que trata de sacar provecho tanto de las
desigualdades sociales como de apelar a los aspectos más irracionales de la
conducta humana.
Adoptar este punto de vista no sólo evita
los desaciertos cotidianos de discutir si resulta más adecuada una política de
cambio bajo presión o sin presión. También facilita la saludable falta de
esperanza de no buscar a diario señales de tolerancia o de avances hacia una economía
de libre mercado en Cuba.
Tratar de conservar las ruinas del
llamado “socialismo cubano” y edificar sobre ellas un futuro mejor para la
nación es un ejercicio estéril: no se puede salvar lo que nunca existió.