El presidente venezolano Nicolás Maduro
ha aprendido muy bien la lección que le enseñaron en La Habana: recurrir a la
escasez como una forma de represión.
Maduro lanzó una campaña de “saqueos
controlados” y recortes obligatorios de precios bajo amenaza de arresto que ha
enardecido al populacho, aunque el resultado final de este latrocinio es que
los estantes de los establecimientos se quedan vacíos.
La maniobra no sólo le brinda una recompensa
inmediata, propia de cualquier estrategia populista, de satisfacer anhelos y
necesidades de una población de bajos recursos. Al repartir lo que no es suyo
ni del Estado venezolano, Maduro se apunta un tanto alimentando envidias.
Sin embargo, los objetivos de largo
alcance son aún más perjudiciales para el pueblo venezolano. Se trata de hacer
girar la vida del ciudadano común alrededor de la necesidad imperiosa de
adquirir lo necesario para sobrevivir. Los cubanos conocen muy bien esto: el
“resolver” diario de productos a la vuelta de pocas semanas.
En un proceso que tiene como única razón
de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, el mecanismo de
represión invade todas las esferas de la forma más descarnada, y sin tener que
detenerse en los tapujos de supuestos objetivos sociales, que en el proceso
cubano desaparecieron o pasaron a un segundo o tercer plano hace ya largo
tiempo.
En una ocasión, Fidel Castro le afirmó a
un oficial de alto rango de la seguridad del Estado cubana que la conducta del
gobierno chino en la plaza de Tiananmen demostraba que no sabía como reprimir
al pueblo de forma adecuada, y por lo tanto éste se había visto forzado a la
“dolorosa y poco placentera” tarea de “eliminar” a miles de sus ciudadanos.
Además de la represión preventiva, el
régimen se ha valido de otros medios para impedir que los cubanos se rebelen.
Uno de ellos, utilizado por décadas, ha sido
la escasez. La falta desde alimentos
hasta una vivienda o un automóvil ha sido utilizada, tanto para alimentar la
envidia y el resentimiento, como en ocupar buena parte de la vida cotidiana de
los cubanos. Ahora Maduro transita el mismo camino.
En tal situación, la corrupción y el
delito han reinado durante cincuenta años de proceso revolucionario. La escasez
actúa a la vez como fuerza motivadora para el delito y camisa de fuerza que
impide el desarrollo de otras actividades. No se trata de justificar lo mal
hecho, sino de aclarar sus circunstancias. En resumidas cuentas, un análisis
marxista de la crisis económica permanente que existe en la isla no debe
excluir al mercado negro, la corrupción y el delito como importantes fuerzas de
un mercado informal pero poderoso.
De ahí que resulte apropiado hablar de
dos fuerzas opositoras frente al gobierno cubano. Hay otra disidencia en la
isla. No son hombres y mujeres valientes que desafían el poder, porque forman
parte del mismo. No gritan verdades, ya que se ocultan en la mentira. Ni
siquiera se mueven en las sombras. Habitan en el engaño. Son los miles de
funcionarios menores —y algunos no tan menores— que desde hace años desean un
cambio, pero al mismo tiempo no hacen nada por conseguirlo. No por ello dejan
de realizar una labor de zapa, por supuesto que para beneficio personal, que
perjudica al gobierno.
En Venezuela está ocurriendo lo mismo.
Las acusaciones de corrupción que lanza el poder chavista casi siempre son selectivas
y con un claro objetivo político: desprestigiar a los opositores.
El régimen cubano siempre ha empleado a
su conveniencia la distinción entre delito común y delito político. En una
época todos los presos comunes estaban en la cárcel por ser
contrarrevolucionarios, porque matar una gallina era una actividad contraria a
la seguridad del país. Muchas veces a los opositores se les ha acusado de vagos
y delincuentes.
La escasez también ha sido usada para
incrementar la delación y la desconfianza, a partir de la ausencia de un futuro
en la población manipulada como el medio ideal para alimentar la fatalidad, el
cruzarse de brazos y la espera ante lo inevitable.
Hay que agregar además que, tanto en La
Habana como en Caracas, al régimen no le basta con castigar a los
independientes, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio.
Con su vida fundamentada sobre el
principio de la escasez, tanto económica como sicológica, tras el primero de
enero de 1959 el cubano vive presa de la corrupción, que detesta y practica con
igual fuerza. Desde los primeros fusilamientos hasta la Causa No. 1, es
justificación y escape, motivo de envidia y rencor. El régimen de La Habana ha
logrado como ningún otro gobierno anterior explotar la dicotomía de la falta de
lo necesario para sobrevivir, y la corrupción actuando de respuesta para
conseguirlo, como instrumentos represivos. Una penosa realidad que se repite
ahora, al pie de la letra, en Venezuela.