En un nuevo paso dentro del afán de Raúl
Castro por ejercer mayor control sobre la economía, el gobierno cubano acaba de
unificar las normas y sanciones que regulan el trabajo por cuenta propia. La
medida resultaría apropiada si el reglamento anunciado se cumple al pie de la
letra y terminan las irregularidades en las inspecciones. Pero conociendo la
forma de actuar del régimen, hay que ser muy iluso para esperar un trato justo
dentro de un sistema en que aún persiste un enorme prejuicio hacia el mercado y
la empresa privada.
La nueva regulación, que unifica diversas
normas anteriores, incluye sanciones que van desde una notificación preventiva
a multas, así como la prohibición de ejercer determinada actividad, el retiro
de la licencia y el decomiso de equipos y materiales de trabajo.
El régimen de La Habana ha logrado
mantener separados los modelos de producción estatal y privada.
Su estrategia ha estado dirigida, por un
lado, a mantener maniatada la esfera de producción privada nacional, autorizada
durante el llamado “Período Especial” e incrementada sustancialmente desde la
llegada de Raúl Castro a la presidencia.
Por otra parte, el gobierno de La Habana
se ha dedicado a concentrar la inversión extranjera y las empresas conjuntas
con capital privado (internacional) en un número reducido de grandes
corporaciones, todas en sectores fundamentales a la hora de obtener grandes
ingresos.
Las principales víctimas de esta
estrategia han sido los cuentapropistas cubanos y los pequeños empresarios
extranjeros.
Respecto a los cuentapropistas, su
función reduce en la mayoría de los casos a brindar servicios a la población
nacional, sin posibilidades de ampliar el negocio hacia mercados con mayores
ganancias.
Una contradicción fundamental a la que se
enfrenta Cuba, y por la que pasaron la desaparecida Unión Soviética y los
países de Europa del Este, es que al igual que el sector privado crece de forma
“espontánea” y más allá de lo previsto, cuando se posibilita la menor reforma,
también la burocracia crece a pesar de los esfuerzos por reducirla.
Lo que ocurre en la práctica —y está
sucediendo en Cuba en estos momentos— es la existencia de dos modelos que compiten por la
supervivencia.
Las economías socialistas clásicas (pre
reformistas) combinaban la propiedad estatal con la coordinación burocrática,
mientras las economías capitalistas clásicas combinan la propiedad privada con la
coordinación de mercado.
Uno de los aspectos negativos de la
mezcla de ambos sistemas, en una misma nación, es el gran desperdicio de
recursos.
Mientras que un sector privado vive
constantemente amenazado en un sistema socialista, al mismo tiempo se beneficia
de un aumento relativo de ingresos, al poder fácilmente satisfacer necesidades
que el sector estatal no cubre.
Sin embargo, estos artesanos o
propietarios de restaurantes ―para poner dos ejemplos clásicos— no tienen un
gran interés en acumular riqueza y darles un uso productivo. Y como el destino
de sus empresas es bastante incierto, en la mayoría de los casos emplean su
dinero en mejorar sus niveles de vida mediante un consumo exagerado.
Esta actitud y conducta no difiere de la
del burócrata, que sabe que sus privilegios y acceso a bienes y servicios
escasos dependen de su cargo.
A este problema se enfrenta el presidente
Raúl Castro, al tratar de buscar un mayor control y eficiencia en la economía.
Al tiempo que su gobierno toma medidas para evitar la evasión fiscal, las
irregularidades y la violaciones de reglamentos en el sector privado, también
tiene que luchar contra la corrupción y el robo en las empresas estatales.
Esto tiene como consecuencia que en Cuba
exista una especie de “ejercito” de inspectores, y de inspectores de
inspectores, para cuidar por un orden y establecer un control que en muchos
casos no pasa de ser imaginario.
La cuestión es que tanto el limitado
sector privado, como el amplio sector de economía estatal, están en manos de
personas que conspiran contra esa eficiencia por razones de supervivencia. Y en
ambos casos, quienes inspeccionan y regulan no están a salvo del interés o la
necesidad de violar las reglas para sobrevivir.
Por ejemplo, sin fuentes de
abastecimiento mayorista para el sector minoritario privado, quienes ejercen su
actividad en ese sector se ven obligados a recurrir a los parientes en Miami o
al mercado negro. Esa situación, que propicia la ilegalidad y el soborno, no
puede ser abolida por decreto.
La fragilidad de un “socialismo de
mercado” es que su sector privado, si bien en parte está regulado por ese mismo
mercado, en igual o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo
tiempo, este control burocrático lleva a cabo muchas de sus decisiones a partir
de factores extraeconómicos: políticos e ideológicos.
Una solución parcial a este dilema sería
aumentar el papel del mercado y concederle mayor espacio a las actividades
privadas, de forma legal y dejando la vía abierta a la competencia y la
iniciativa individual. Sólo que entonces el éxito en el mercado tendría un
valor superior a la burocracia. Esto es lo que temen funcionarios e inspectores.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece el lunes 20 de enero de 2014.
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