El
elemento primordial, tanto en las guerras de independencia como en los
movimientos de derechos civiles, es la búsqueda de la libertad por encima de
cualquier actuación fundamentada en el mantenimiento de la estabilidad. Además
de un concepto, estamos ante un plan de acción.
El
concepto es que la libertad actúa como un valor fundamental de motivación en
cualquier pueblo —con independencia de credo, cultura, historia y origen— mientras
que el plan de acción se fundamenta en la estrategia para lograr que ese valor
y esa motivación se encaminen al éxito.
De las
declaraciones de los organizadores, que pueden ser más o menos fervorosas pero
no siempre efectivas, al logro de la movilización ciudadana, transita la
posibilidad de triunfo de cualquier movimiento a favor de la libertad.
Una
buena formulación del principio de valorar la libertad por encima de la
estabilidad aparece en The Case For
Democracy, de Natan Sharansky y Ron Dermer.
Sharansky,
un disidente judíosoviético, dedica las trescientas páginas de su libro a
explicar como en una época sólo los disidentes de la desaparecida Unión
Soviética y los países de Europa del Este; unos pocos líderes mundiales
—Margaret Thatcher y Ronald Reagan— y algunos legisladores —los senadores Henry
“Scoop” Jackson (demócrata) y Charles Vanik (republicano)— fueron capaces de
poner por delante de otros intereses el ideal libertario.
Para
Sharansky, la lucha por la paz y la seguridad debe estar vinculada con promover
la democracia. De lo contrario, sólo se consigue posponer el problema.
Expresa
que así ocurrió durante la guerra fría, con la política de la Détente, hasta la
llegada de Thatcher y Reagan al poder en sus países respectivos, y de igual
manera viene sucediendo en el Medio Oriente.
La
confrontación, no necesariamente bélica, pero sin dar respiro al enemigo, es la
única solución.
Sharansky
es un activista más que un político (aunque ha ocupado cargos en el parlamento
y el gobierno israelí).
Ello no
le resta valor a sus argumentos, pero obliga a situarlos en el terreno ideológico
y no de la política práctica.
En su
obra quien fuera un conocido disidente defiende tan ardorosamente sus
argumentos, que en muchos casos pasa por alto aspectos que contradicen o
complementan sus explicaciones. Vistos los hechos con una perspectiva más
amplia, la Détente contribuyó a la caída de la Unión Soviética, mucho más de lo
que Sharansky está dispuesto a reconocer, y el afán de consumo jugó un papel
tan importante como las ansias de libertad —quizá mayor— en la forma rápida en
que los ciudadanos soviéticos y de Europa Oriental volvieron la espalda al
sistema socialista en la primera oportunidad que pudieron.
La
falta de libertad les impidió hacerlo antes, pero la escasez de productos de Occidente
les hizo correr de prisa al abrazo del capitalismo.
El no
ceder una pulgada, el no admitir la necesidad de reconsiderar una política de
represión feroz, que no admite la menor disidencia, no es algo nuevo en Cuba.
Ello no exime a esa actitud de ser una muestra de debilidad del sistema.
En gran
medida, esa debilidad es consecuencia de los tres pilares en que se fundamenta
el gobierno cubano: represión, escasez y corrupción.
El exigir una posición incondicional es abrir la puerta a oportunistas de todo
tipo, quienes a su vez se desarrollan gracias a la escasez generalizada.
Por
décadas el gobierno cubano ha caminado en la cuerda floja, con la población
controlada entre el uso de una represión casi siempre profiláctica y la ilusión
del viaje a Miami, pero siempre bajo el peligro de un estallido social.
Si La
Habana admitiera un mínimo de cordura, y diera muestras de superar el
encasillamiento que ha mantenido por décadas, el peligro de este estallido
social disminuiría. Pero por el contrario, lo único que hace es alimentarlo a
diario.
Detrás
de este control extremo, que no permite manifestación alguna de los derechos
humanos, hay un fin mezquino. El mantenimiento de una serie de privilegios y
prebendas. La represión política actúa como un enmascaramiento de una represión
social que ha penetrado toda la sociedad. En última instancia, el régimen sabe
que el peligro mayor no es la posibilidad de que la población se lance a la
calle pidiendo libertades políticas, sino expresando sus frustraciones sociales
y económicas.
De
producirse un estallido social en Cuba, el régimen lo reprimirá con firmeza. No
hacerlo sería la negación de su esencia y su fin a corto plazo. Imposible no
usar la violencia. La habilidad del gobierno castrista radica en evitar las
situaciones de este tipo.
Nunca
como ahora el ideal de libertad y democracia para Cuba había estado tan
aislado. Los gobiernos latinoamericanos miran para otra parte, la Unión Europea
busca esperanzas donde no las hay y Estados Unidos vacila una vez más. Los cubanos,
mientras tanto, siguen a la espera. Y en todas partes, mantener la estabilidad
de momento se impone sobre cualquier ideal de libertad.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 10 de febrero de 2014.
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