¿Puede la cultura llegar a ser una rémora
de la democracia y el Estado de Derecho? Wolf Lepenies intenta responder a esta
pregunta en The Seduction of Culture in
German History, y escoge el ejemplo mejor: la Alemania de la época nazi y
posterior.
En septiembre de 1939, mientras las
tropas de Hitler entraban en Polonia, imponiendo la muerte y el terror a su
paso, los berlineses abarrotaban las salas de teatro, los cines y disfrutaban
en la Opera Estatal de las presentaciones del Tannhauser y Madama Butterfly.
Seis años más tarde, en medio de una ciudad destruida por más de 65,000
toneladas de explosivos y con el Ejército Rojo a las puertas, en una ofensiva
en que la Unión Soviética había desplegado dos millones y medio de soldados y
más de cuarenta mil piezas de artillería, en una noche de mediados de abril de
1945, esos mismos berlineses ―lo que quedaba de ellos― asistían a una función
de la Filarmónica de Berlín, en que se interpretó el Concierto para Violín de Beethoven, la Octava Sinfonía de Bruckner y el final del Crespúsculo de los Dioses de Wagner. Para muchos, era también el
fin de más, mucho más que una obra, un concierto o incluso una orquesta, y el
Partido Nazi dispuso que a la salida miembros de la Juventud Hitleriana se
colocaran con cestas para ofrecer cápsulas de cianuro a la audiencia que
abandonaba la sala.
Según Lepenies, hay una “actitud
intelectual que puede ser observada a través de toda la historia alemana: la
sobrevaloración de la cultura a expensas de la política, especialmente en el
sentido de la política parlamentaria”. O para decirlo con palabras de
Nietzche: a la hora de elegir entre la cultura y la política, “una vive a
cuentas de la otra, una prospera a
expensas de la otra. Todas las grandes eras culturales son eras de decadencia
política”.
Este desfase entre política, esta
oposición de objetivos, se aplica a casos clásicos como el “Siglo de Oro” en
España, pero igualmente está presente en la historia cubana. A lo largo de
siglos, los pensadores, escritores y artistas en la isla superan a los
políticos. También un empeño marcado, en determinadas figuras, por hacer
coincidir ambos destinos. Cuando esto ocurre ―Martí, Martínez Villena― pierde
la cultura y la política termina frustrada.
No es hasta el 1 de enero de 1959 que la
ejecución política en Cuba adquiere una trascendencia internacional superior a
cualquier logro cultural, en cuanto a importancia y nivel de influencia (no se
trata ahora de valorarla sino de fijar su alcance), y se abre la posibilidad de
un momento en que la cultura, y sus creadores, se beneficien de este alcance
internacional. Pero en la curva que describe que la evolución del proceso
cubano durante los últimos cincuenta años, la cultura se ha mantenido a la
zaga, incapaz tras un período de florecimiento inicial de aprovechar las altas
y bajas para destacarse de forma propia.
El refugiarse en la cultura ha sido una
característica alemana que los refugiados de la época nazi trasladaron a
Estados Unidos. Muchos en este país concibieron lo alemán como una forma de
pensamiento, un estado de mente, un aislamiento más que una pasión manifiesta.
En Alemania ocurrió lo mismo en pleno
nazismo, y tuvo una repercusión ética. La famosa discusión sobre la
responsabilidad del artista en aquellos momentos es aún un debate abierto. Su
mejor expresión en el cine es Taking
Sides de Istvan Szabo.
“El Holocausto no fue sólo un crimen
político, fue también un error moral de una magnitud tal que no puede ser
compensado por ningún logro artístico”.
Sin embargo, no hay “logros artísticos”
del nazismo, ni en la pintura ni en la literaria ni en la música. La misma
utilización de la Filarmónica de Berlín en los actos del Partido Nazi o los
conciertos de esta brillante orquesta en fábricas no fueron más que actos de
propaganda.
Lo que sí abundó fue una utilización
distorsionada, y en la mayoría de los casos malvada, de la cultura. Un buen
ejemplo de ello fue la ópera Brundibár,
del checo Hans Krasa. La obra cuenta las aventuras de dos niños, que cantan
para ganar algún dinero que sirva para curar a su madre enferma. Musicalmente
es una mezcla casi sin valor de Debussy, Ravel, Berg y Gershwin. La primera vez
que se representó fue en un orfanato judío en Praga, en 1942. Poco después del
estreno, Krasa, un judío, fue enviado al campo de concentración de Terezín,
considerado la antesala de Auschwitz. Allí fue representada en 55 ocasiones,
bajo la dirección de Krasa y con un reparto siempre variable de niños
prisioneros. Al terminar la puesta en escena, los nazis escogían entre los
pequeños cantantes y mandaban algunos para Auschwitz y el resto quedaba a
disposición del próximo espectáculo.
Siempre se estaba preparando un nuevo
montaje, porque Terezín era un “campo modelo” y no faltaba una audiencia —que
en muchos casos incluía a visitantes enviados por los nazis para mostrarles lo
bien que ellos trataban a los prisiones— deseosa de disfrutar de una jornada de
música. Nunca faltaron niños tampoco, que sustituyeran a los escogidos.
Hoy Alemania ha adoptado las normas
democráticas y no representa amenaza alguna para el mundo. Los monumentos de la
cultura alemana permanecen en pie, así como los restos de los campos de
concentración. Representan dos mundos distintos, pero también un recuerdo y una
advertencia.
Hay también otra lectura a la relación
entre cultura y política en la Alemania Nazi, y aparece en el documental The Architecture of Doom, del cineasta
de origen suizo Peter Cohen. El filme explora como diferentes tendencias
artísticas, rechazadas o mal asimiladas por Hitler, contribuyeron a forjar la
estética del Nacional Socialismo, y por lo tanto contribuyeron a los horrores
del régimen. Pero más allá inclusive que las intenciones del realizador, lo que
The Architecture of Doom acaba
demostrando es que la fracasada carrera de Hitler como pintor, sus limitaciones
artísticas y sus obsesiones actuaron dentro de un complejo conjunto de factores
que permitieron el horror nazi, y que éstas ni su predilección por las óperas
de Wagner, la obsesión por la limpieza, sus gustos vegetarianos y el repudio al
hábito de fumar pueden esgrimirse más allá de aspectos que caracterizaron una
ideología cuyo centro obedeció a motivos de otra índole.
Con un pasado y un presente mucho menos
traumático, los intelectuales cubanos, tanto en la isla como fuera de ella, se
debaten entre el aislamiento y el comentario público, la grandeza de la cultura
y la seducción de la política.
1 comentario:
Una breve nota sobre Armengol y otros que abundan sólo en el tema de la historiografía nazi para explicarse cosas. ¿Por que nadie abunda en el caso de la represión del Gulag, mucho más basta, duradera y dañina, para hacer lo mismo? Realmente, ya está demasiado mosqueado el ejemplo total. nazista por los intelectuales occidentales, evitando meterse en el fenómeno represivo soviético. Desde Chaplin, que le hizo una crítica a Hitler en Tiempos modernos, pero nunca a Stalin, no muchos en Occidente se han salido de ese trillo.
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