“¡Maestro!¨,
dice él mismo que le gritó en París, y nunca fue más certero un calificativo.
Asistimos hoy a un acontecimiento que ocurre cada cien años (con o sin soledad,
eso no importa) y estamos frente a un hecho difícil de asimilar: la muerte de algo
más que un escritor o un periodista: el fin de quien encarnaba un mito.
La frase, más que un oxímoron, es un
disparate. Los mitos no mueren. Desaparecen quienes lo crearon, pero eso no los
afecta. Solo que, con el no existir físicamente termina la esperanza, el aguardar
de forma tonta que renaciera algo agotado y al mismo tiempo imperecedero.
Gabriel García Márquez pudo haber muerto
hace diez años y eso no hubiera cambiado la ecuación. El hombre persistía,
aferrado a la vida, pero ya no tenía nada que decir.
Tampoco hay que ver reproche en ello. Mas
bien constatar la verdad de lo limitado de una existencia. Hoy, al igual que
ocurrió con Ernest Hemingway, sabemos que solo queda una quimera: idear que aún
queda algo por descubrirse, uno o varios libros inéditos que saldrán a la luz
en el futuro, el manuscrito en el baúl o la bóveda del banco.
A diferencia de Hemingway, es más difícil
que ocurra en el caso de García Márquez, pero sería mezquino proclamarlo en
estos momentos.
En el caso del novelista colombiano, y a
diferencia del estadounidense, el mito se reafirma precisamente porque se
impuso por encima del hombre y su circunstancia: llegó tarde al triunfo
literario y se mantuvo demasiado tiempo viviendo a su cuenta. Cultivó un desdén
por el oropel que no era más que una forma de abrazarlo en su forma más vulgar:
una seducción por los poderosos que no solo se concretó en la figura de Fidel
Castro sino que convirtió en su reino, cuando él tenía mucho más a su
disposición.
No es que despreciara la cumbre
literaria, sino que nunca le bastó. Esto terminó por empequeñecer su grandeza.
Muchos quisieron ver en ese regodeo con su cercanía al poder la búsqueda de una
fuente de conocimiento e inspiración. Fue algo más simple: le gustaba.
Como siempre que muere una gran figura,
llueven los elogios y las remembranzas. Nada fuera de lo habitual. Solo una
palabra de advertencia: no ha muerto un Víctor Hugo. Un intelectual no es
grande cuando se acomoda sino cuando se rebela. Por lo demás, su obra literaria
tiene un lugar asegurado desde hace mucho tiempo y continuará siendo leída y
admirada. Su periodismo también, y será un ejemplo de lo que se debe y no se
debe hacer.
Detenerse ahora en el comentario de esa
obra es caer en la repetición. Volver por un instante a las pequeñeces podría
considerarse un gesto mezquino. Solo que en el caso de los cubanos, poner a un
lado al escritor extraordinario y no hablar de su amistad con Fidel Castro
sería un acto de injusticia.
Hay algo más que el reproche por esa
relación, y la eterna discusión sobre cuánto hizo o no por los escritores
cubanos en desgracia con el régimen. Tiene que ver con ese vínculo de García
Márquez con caudillo. Porque ese deslumbramiento llegó a comprometer su obra. Y
eso es imperdonable, mientras estuvo vivo y ahora que está muerto.
Es García Márquez quien logra que Fidel
Castro, tras décadas en el poder, declarará una vana ilusión por una definición
mejor.
Durante un homenaje al escritor
colombiano, hace unos años, Castro proclama que, de reencarnar preferiría nacer
como escritor. Dice estar dispuesto a
echar por la borda su historial de estadista y guerrillero y cambiarlo por
una labor más íntima: una novela bien escrita, un verso logrado, el cuento que
se vuelve a leer con agrado varias semanas después de hecho.
Fueron palabras cargadas de ironía. Todo
podía haberse resuelto de forma más satisfactoria para Cuba, de haber existido
durante la época republicana un mayor reconocimiento para los creadores; un
buen concurso de narrativa: más revistas prestigiosas que hubieran permitido al
joven Castro llevar a cabo una carrera que confiesa añorar, pero que nunca
desarrolló.
Cuando en el 2002 Castro se suma al
homenaje a Gabriel García Márquez, en la revista Cambio, aparenta despojarse por un momento del poder y presentarse
como escritor. Entonces relata un episodio ocurrido durante el “Bogotazo”, en
abril de 1948, en Colombia.
La revelación llega cuando describe la
forma en que ayuda a otro a desbaratar una máquina de escribir.
Castro le ahorra el esfuerzo al
desconocido, que la había emprendido a golpes contra la máquina.
Por su parte, el futuro guerrillero
cubano la emprende con saña contra el instrumento: “la lancé hacia arriba y voló en pedazos al
caer contra el piso de cemento”.
La escritura no como destrucción sino la
destrucción del medio de escritura.
De haber llevado a cabo esa tarea
literaria, Castro hubiera sido un escritor fascista, un apasionado de la
violencia contra lo indefenso.
Llega ahora el turno de García Márquez.
Castro cuenta que al oír la narración, el escritor colombiano le confiesa que
era él el hombre que golpeaba la máquina.
Es la parte más reveladora del relato. No
por su verosimilitud —una coincidencia demasiado forzada—, sino porque
evidencia más bien al cortesano que se suma a las palabras del poderoso.
Se entiende entonces que el gobernante
cubano se sientiera a gusto con el novelista famoso. El Premio Nobel convertido
por el mandatario en un segundón débil.
García Márquez que se muestra alegre y
dócil al ser reducido a una tarea torpe: que se confiesa un pobre diablo que
trataba inútilmente de destruir un instrumento de escritura.
Este hecho, por supuesto, no reduce una
coma de la brillantez de la prosa del escritor colombiano hoy fallecido. Solo
reduce al hombre, cuando en vez de utilizar un instrumento de escritura se
dedica a triturarlo. Un salvajismo no literario sino adocenado.
Este texto aparece también en la edición
del viernes 18 de abril de Cubaencuentro.
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