Desde la Colonia hasta nuestros días,
tres corrientes conforman el desarrollo de Cuba: una actitud intelectual y
antidogmática, que antecede y anuncia los primeros afanes independentistas y
siempre se ha propuesto la creación de un país libre de los males que afectan
las naciones vecinas; una capacidad empresarial y pragmática capaz de sacarle
provecho a cualquier situación, la cual ha sabido vadear las situaciones de
inestabilidad social e inexorablemente obtiene provecho de ellas; una vocación
emocional terca y dispuesta a la acción, que se guía por principios o
prejuicios, pero siempre alienta la inmolación y el abandono personal.
A esta última se deben las páginas más
heroicas y los errores más costosos de nuestra historia.
Las tres corrientes confluyen en los dos
elementos que, a partir de los años de formación del país, con mayor fuerza
caracterizan y encubren los acontecimientos históricos: la corrupción —política
y económica— y el sacrificio ciudadano.
Desde la colonia la corrupción se expresa
en dos formas determinantes. Son los ejes sobre los que va a girar el conflicto
independentista: corrupción económica, dada por la necesidad de explotar una
fuerza de labor esclava que realice la tarea fundamental, sobre la que se
fundamenta la vida del país, al tiempo que se hace todo lo posible por mantener
a sus miembros y víctimas (los esclavos) al margen de la escena nacional;
corrupción administrativa, por otra parte, derivada del rígido control
económico y de una situación de virtual bancarrota.
Esto hace que la batalla contra la
corrupción colonial va a confundirse con los afanes independentistas: caras que
se confunden, dos alas del mismo pájaro, para recurrir a una simbología pobre
pero cierta.
El proceso independentista cubano no fue
nunca solo una lucha contra los españoles —al estilo de las guerras
anticoloniales de América Central y del Sur—, sino un combate por la
purificación del país y la abolición de los frenos al desarrollo económico.
Paradigma
y excepción
Los primeros intelectuales cubanos del
siglo XIX alientan la necesidad de un cambio, pero al principio no aprueban la
vía armada. Realizan su labor en dos grandes frentes: el análisis social y la
enseñanza. Su labor es admirable en ambos. Aspiran a una evolución no a una
revolución.
Al final, son empujados al
independentismo por la incapacidad de renovación de España, pero tendrán que
arrastrar su propia culpa: la incapacidad de asimilar en toda su plenitud el
papel del negro en la formación de la nación.
En su derrota sucumbe también la
racionalidad del proceso, en favor de la exaltación emocional.
Entre los diversos métodos intentados de
actividad política, termina por imponerse el sacrificio heroico como único
medio para alcanzar el bienestar nacional. Aunque este ideal fracasa en la
práctica, queda como aspiración y bandera de lucha. La inutilidad del
sacrificio no se reconoce como un medio inadecuado para alcanzar la plenitud
como nación, sino como frustración republicana.
José Martí es en este sentido el
paradigma y la excepción. El luchador como mito; la nación arquetípica que no
se realiza.
Frente a la agudeza de los intelectuales
del siglo XIX y el heroísmo de los luchadores en la manigua, los intereses
comerciales.
Los dueños de grandes plantaciones e
ingenios azucareros colocan con acierto sus fondos aquí y allá, impidiendo en
la primera contienda que la guerra se extienda al occidente de la isla. Logran
también que nunca la zafra azucarera se interrumpa por completo en la segunda.
Las apariencias son buenas para la
literatura y el arte, pero no para la historia. La independencia es un largo
proceso en que a la población le toca la peor parte. La guerra se nutre de
sacrificios, pero no se gana a cambio de ellos. Sirve para el enriquecimiento
de la oligarquía peninsular, por las emisiones de bonos. Es financiada
principalmente no por el aporte de los inmigrantes torcedores de tabaco en
suelo estadounidense —seducidos por la elocuencia martiana—, sino por los
grandes intereses azucareros, cuyo principal mercado no se encontraba en España
sino en Estados Unidos.
Es una lucha en que las tropas españolas
sufren enormes bajas, gracias a la capacidad que demuestran los generales
cubanos, no para enfrentarlas sino para rehuirlas; por el talento mambí de
lograr que el agotamiento y las enfermedades diezmen al enemigo. Como siempre,
una guerra sucia. Una contienda en que la heroicidad mayor fue una vulgaridad
cotidiana: seguir viviendo.
Es, sin embargo, una contienda que lleva
al agotamiento de ambas partes y que si no se encuentra totalmente interrumpida
a la llegada de las tropas norteamericanas, sí padece de un estancamiento que impide
predecir un resultado inminente, ni a favor de los cubanos ni de los españoles.
Por mucho que duela al orgullo patrio hay que decirlo: los cubanos no la
ganaban en aquel momento ni la victoria les fue arrebatada por los marines yanquis.
También hay que reconocer que la primera intervención estadounidense fue un
modelo administrativo y que contribuyó en buena medida al mejoramiento
económico, de salubridad y en general al avance del país.
Los americanos, por otra parte, no
llegaron bajo el mando de Wall Street —que se oponía a la guerra— ni con el
interés de anexar la isla. Las motivaciones para la invasión fueron diversas y
en gran medida motivadas por la prensa norteamericana, que vendió una imagen
falsa de una isla habitada por criollos, que para la opinión pública
estadounidense eran algo así como los hacendados sureños, cuyas mujeres estaban
en peligro de ser violadas por unos bárbaros europeos que no tenían nada que
hacer en este continente y sus islas adyacentes. No más desembarcar y se
encontraron con otra realidad.
La funesta Enmienda Platt —que merece un
estudio en contexto, objetivo y alejado de las ideologías al uso— reflejó un
interés aún vigente en Washington, tras décadas de su abolición, y es la
existencia de un clima de estabilidad social y política en la isla, por
supuesto que necesario para hacer negocios, como hacen siempre las naciones
poderosas en todas partes del mundo. También con el objetivo de mantener
alejadas a las naciones europeas de establecer bases militares en Cuba, al
tiempo que EE.UU. se otorgaba todas las garantías necesarias para mantener las
suyas. Algunos de sus aspectos más oprobiosos, como el relativo a la soberanía
de Isla de Pinos fueron resueltos en un tiempo relativamente breve (Tratado
Hay-Quesada, 1925). No fue más que un corolario de la Doctrina Monroe, según
señaló acertadamente Ramiro Guerra. Ocupaciones, particiones de territorios, establecimientos
de bases y tratados similares existieron en Europa luego del fin de la II
Guerra Mundial y algunos continúan
vigente, sin que constituyeran banderas de lucha tan eficaces como el rechazo a
la Enmienda Platt, de corta duración (fue abolida el 29 de mayo de 1934). Si de
algo es culpable esta enmienda es de servir para una sobrevalorización y un
pretexto político que ha continuado usándose hasta nuestros días.
La
corrupción permanente
La corrupción no desaparece cuando asciende
la bandera cubana en el Morro: florece con la segunda intervención
estadounidense. Expresa mejor que cualquier otro tipo de injusticia la
frustración nacional, que posibilita el surgimiento de las revoluciones del 30
y del 59 y mantiene vivo el ideal ilusorio del sacrificio heroico. Se adapta
con nuevos rostros, por encima de la ejemplar constitución del 40. Reina a sus
anchas en los gobiernos auténticos y en la dictadura batistiana. Resurge con
más fuerza que nunca desde las primeras medidas revolucionarias. Rige
actualmente el destino de Cuba. Se traslada a Miami y actúa de chivo expiatorio
para ocultar las formas propias de la corrupción norteamericana, al tiempo que
se adapta y enriquece con los nuevos recursos que encuentra a su paso. Es la peor
amenaza en el futuro de la isla.
En los años republicanos la lucha contra
la corrupción vuelve a expresarse en pensadores como Enrique José Varona, pero
la mayoría de sus abanderados alientan la necesidad de entregar sus vidas. Más
allá de los combatientes y terroristas, la justificación de la aniquilación
personal, como forma de redención nacional, cristaliza en la figura histriónica
de Eduardo Chibás. Su “último aldabonazo” fue un llamado a la conciencia, pero
entre sus ecos tocó a la puerta del Palacio Presidencial el general Fulgencio
Batista. El daño mayor que Batista le hizo a Cuba no fue ser un tirano cruel
sino un dictador a medias.
Entre la salida emocional del disparo de
Chibás y la entrada calculada de Batista media la tragedia cubana. A partir de
entonces, los intelectuales se refugian en sus obras, las hazañas heroicas
(reales o inventadas) se hacen cotidianas y los intereses económicos caen
víctimas de su propio juego. El heroísmo es en muchos casos sólo la salida
desesperada ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a
consumirse en su propio esplendor, incapaz de dejar huella duradera en la vida
nacional, salvo en el reino de lo anhelado y ausente.
La
corrupción cotidiana
Con su vida fundamentada sobre el
principio de la escasez, tanto económica como sicológica, luego del primero de
enero de 1959 el cubano vive presa de la corrupción, que detesta y practica con
igual fuerza. De los primeros fusilamientos a la Causa No 1, es justificación y escape, motivo de envidia
y rencor. El régimen de La Habana ha logrado como ningún gobierno anterior
explotar la dicotomía falsa entre sacrificio y corrupción.
Más que un gobierno propiamente dicho,
Fidel Castro estableció una forma de mando,
que en buena medida aún se mantiene en pie en el país, donde logró aunar
una apariencia protofacista en lo ideológico, las consignas, las grandes
concentraciones y marchas y los discursos del líder con una administración
nacional ―casi doméstica―, más cercana a un estilo mafioso, gansteril, donde el
reparto de cuotas de poder a determinadas familias quedaba siempre supeditado
a la voluntad del jefe, que era a la vez
padrino y líder; dispensador de prebendas y castigos. Así, durante su mandato,
el destape de un corrupto era más bien una pérdida de la gracia otorgada por el
jefe (´´cayó en desgracia) que el resultado de una verdadera operación de
rastreo, denuncia y castigo de lo mal hecho.
Al parecer Raúl Castro ha modificado esta
ecuación, y el perseguir los diversos tipos de corrupción es una prioridad de
su gobierno. Pero más allá de la consideración ―que no debe pasarse por alto―
de que estas investigaciones son en primer lugar una fórmula para sacar del
camino a los partidarios de su hermano mayor, queda la interrogante de si el
sistema administrativo que se quiere
mantener en Cuba es capaz de existir sin la corrupción, si ese mecanismo
de desvío de recursos, latrocinio y desorden no es también una fuente de
estabilidad para el gobierno.
Lo que resulta muy difícil, casi
imposible, es eliminar toda esa corrupción imperante en la isla sin dar al
mismo tiempo formas alternativas de obtención de recursos, ingresos e incluso
de enriquecimiento.
Algunos inversionistas extranjeros han
declarado en privado que la campaña de corrupción que se desarrolla en la isla
se ha convertido en un factor de inseguridad. Muchos de ellos expresan sus
dudas y temores ante el hecho de que al tiempo que el régimen les impone un
“gerente cubano”, al tiempo resulta que dicho “gerente” se ve envuelto en una
investigación contra la corrupción, con el consiguiente proceso de congelación
de cuentas y paralización de operaciones. Lo peor, sin embargo, es que estos
inversionistas ven que esta campaña contra la corrupción es también un ajuste
de cuentas, en que ciertos negocios en manos de determinados grupos, familias o
miembros de la elite gobernante son favorecidos o perjudicados. Una especie de
lucha entre familias mafiosas.
Nunca al cubano se le ha dado la
posibilidad de no tener que sacrificarse para no ser corrupto. La historiografía
cubana se reduce en la mayoría de los casos a un afán desmedido de relegar las
vicisitudes cotidianas como necesarias y carentes de valor, al tiempo que se
exaltan las virtudes del martirologio. La galería de héroes se traduce en un
llamado a dejar a un lado la disciplina mediocre para justificar la
indisciplina heroica. Cuba es una isla que vive —siempre ha vivido— bajo un
cielo de mártires y héroes, cuya sombra oculta la ineficiencia e injusticia que
crea y alimenta la corrupción. Cuando se abandona la mítica del héroe, sólo
queda abrazar el cinismo, la amoralidad y el oportunismo.
Luchar contra la corrupción no es sólo un
deber moral, sino una razón de supervivencia. Rechazar el sacrificio, como
valor social, político y económico, debe ser el principio fundamental de la
nueva república.
Este trabajo también aparece en la edición del lunes 19 de mayo de Cubaencuentro.
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