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El 1 de enero de 1959, los intelectuales cubanos despertaron con una
noticia alegre que pronto se transformó en amarga: el triunfo de una
revolución para la que —pronto comenzarían a escuchar la reclamación hasta el
cansancio— ellos no habían hecho lo suficiente.
A partir de ese día y durante años muchos escritores lucharon —algunos con honestidad,
otros en apariencia— por librarse de una carga que al principio fue culpa
existencial y terminó transformada en alabanza, oportunismo y cobardía.
El origen de la culpa hay que buscarlo en el siglo XIX, cuando en la isla un
grupo de eminentes intelectuales se destacan por su lucidez y el deseo de
evitar que luego de la independencia se repitieran en el país los errores que
por entonces ya ocurrían en las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Su
labor educativa fue enorme, pero su fracaso político —no lograr librar a la
sociedad cubana de los males que anticiparon— marcó el destino de la nación.
La frustración encontró refugio en la idealización emocional: la imagen del
poeta combatiente que muere por el futuro del país.
Tras la república, muchos intelectuales entendieron la labor de educar como
un ejercicio diario, a través de la prensa, la radio y el libro. Algunos
rozaron el poder político o formaron parte de él, otros se sintieron más a
gusto en sus bibliotecas. Pero la mayoría limitó su lucha al terreno de la
confrontación cívica.
Que el intelectual viera relegado su papel en los aspectos políticos no fue
necesariamente una consecuencia negativa. Quizá todo lo contrario. Más allá
de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la
participación de los escritores y artistas en los medios de gobierno —aun
limitada a los aspectos de orientación— no sólo ha resultado en muchos casos
errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa.
Sin embargo, el fantasma del “fracaso” de los intelectuales cubanos del siglo
XIX —que al principio no habían aprobado la lucha armada como la vía hacia la
independencia y terminaron sin poder imponer sus reformas— revivió en la
segunda mitad del XX. La aspiración a una evolución y no a una revolución
terminó por convertirse en un “error” del que había que renegar a todas
luces.
De esta forma, muchos intelectuales cubanos terminaron siendo “más
revolucionarios” cuando precisamente lo fueron menos. Marcharon, hicieron
guardias y gritaron consignas. Pero demostraron una complacencia mayor que
nunca con el poder.
Más allá del debate sobre hasta qué punto se impuso la práctica oportunista y
cuándo terminó la voluntad revolucionaria, lo que definió las primeras
décadas del proceso revolucionario fue la imposibilidad de que los escritores
pudieran escapar del debate político.
No es hasta los años noventa del pasado siglo cuando comienza a reconocerse
en Cuba que se puede definir una labor literaria al margen de la política, y
asumir una posición que es tanto un rechazo a la situación en la isla como un
establecimiento de jerarquías. Es posible que este orden de prioridades
menosprecie aspectos sociales que deben preocupar a todo ciudadano, pero debe
ser considerado como una opción del individuo.
No hay que confundir la labor del escritor con la del político. Un peligro
siempre presente en un país donde uno de sus mejores escritores fue a la vez
un héroe independentista y ha sido elevado a la santidad nacional, en Cuba y
en el exilio.
Responder a esta urgencia hace indispensable plantearse varias preguntas que
no tienen una respuesta fácil.
La primera es hasta qué punto el creador debe sacrificar la realización de su
obra frente a una situación transitoria. De nuevo el ejemplo de Martí puede
resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que
seguirla al pie de la letra. De ser así, Cuba sería un páramo cultural porque
siempre han existido razones para el fuego. El grupo Orígenes, tan fructífero
en martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”: más bien hizo todo lo
contrario durante toda la tiranía de Batista y en algunos casos y situaciones
también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las
llamas.
Otra cuestión es el peligro de la manipulación en cualquier sentido. El
argumento —no pocas veces usado como justificación— es que los fines
políticos de ambos bandos no dejan de ser medios para alcanzar el poder.
A todo esto se añade que la cultura la hacen los miembros de una comunidad o
un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales
y las de un Estado. Apoyar a los mediadores culturales del régimen es otra
forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los creadores es
menospreciar la cultura.
Queda también la necesidad de debatir una situación que no resulta fácil de
comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de asimilación comienza a alejarse
desde el día en que uno sale de la isla: el ambiente de encierro, frustración
y desesperanza en que viven quienes no se marchan.
Las respuestas para algunas de estas preguntas vienen forzadas por las mismas
condiciones imperantes en Cuba en la actualidad. El intelectual cubano —en la
isla y el exilio— no está obligado a definir su obra en términos políticos,
pero al mismo tiempo no debe eludir su responsabilidad ciudadana. No es un
problema político. Es una condición moral.
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viernes, 23 de mayo de 2014
Intelectualidad y debate político
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