Siempre, en la memoria de los 70 en Cuba,
Alfredo Guevara fue más que la imagen del cortesano, el comisario político y el
funcionario hábil. Era la representación del poder. Pero de otro poder: no el
militar autoritario ni el cuadro del Partido altanero; ni siguiera el chivato de
cuadra. Era el poder ilustrado y también la ilustración del poder. Doblemente
dolorosa porque nada tenía que ver con toda esa epopeya bélica, que rechazaba,
ni con la estulticia partidista, que nunca tuve y siempre desprecié. Aunque
sabía que Guevara formaba parte de todo aquello, que no era simplemente por su
amistad con Fidel y Raúl Castro que ocupaba el cargo que tenía, que había algo
más que hacía que él contara para tantas cosas y opinara en tan diversas
ocasiones. Era intrigante, conspirador y déspota, y lo hacía por supuesto con
sagacidad. Pero lo peor es que no podía sentir solo desprecio por todo eso,
sino también envidia. Envidia por los viajes que realizaba, por los cuadros que
le rodeaban, los libros que le regalaban. Por tantas comidas que suponía se
realizaban en un ambiente inteligente. Guevara no era la realidad cubana. Ni el
campesinado, ni la Sierra Maestra y tampoco la Unión Soviética. Era Europa. Una
especie de Iliá Ehrenburg, pero con un poder que nunca tuvo Ehrenburg. Lo
envidiable desfilando frente a uno con ostentación. Mientras otros dirigentes
vestían de miliciano o con uniforme militar, Alfredo —esa especie Roy Orbison
sin canto, gracia ni guitarra— aparecía con el saco sobre los hombros, como si
acabara de salir de una galería en París y Bruselas y todavía tuviera en los
ojos las ediciones príncipe, los grabados y los textos más recientes, hojeados
con laxitud y placer. Ahora una entrevista tardía, publicada en la revista Letras Libres, nos desnuda los últimos meses de su vida. No cuando supo que todo
lo hecho había finalizado en fracaso, salvo las pequeñas ventajas de detener aún la mirada en cuadros y jarrones que consideraba propios aunque
no lo eran —eso lo sabía desde mucho antes— sino cuando se dio cuenta que ya
nada importaba y podía decirlo a extraños: “Nunca ha existido el socialismo,
tampoco en Cuba. En Cuba lo que hay es una sociedad más solidaria, más
preocupada por lo social. Nuestro proyecto original ha sido deformado y la
única esperanza que nos queda es que tengamos
la fuerza para cambiar, no la imagen sino
la esencia estructural del proyecto. Si me equivoco, entonces habré perdido toda
mi vida y será una novela como la he soñado, pero trágica. Porque lo único que
merecería mi vida es que me suicidara”. Por un momento, tras el asombro dejado
atrás en otras frases del mismo texto —“ no creo que mi pueblo valga la pena”—
me sobrecoge como un sistema puede ser capaz de engendrar y alimentar a esos
seres poderosos en un momento y miserables siempre, y como este individuo, dedicado
a la doblez todo el tiempo, por apenas unos minutos se confiesa y muestra solo
el rostro del fracaso. Lo leo, y esta noche soy feliz.
4 comentarios:
Armengol, todos los seres humanos somos parte luces, parte sombras. Alfredo Guevara tuvo sombras pero mucho mas mas luces. Me recuerdos una frase de Marti sobre los que solo ven las manchas del sol. Tu, aparentemente, eres uno de ellos. Ojala nadie te haga a ti lo que acabas de hacerle a Alfredo.
Viejo HP, comunista y maricon ilustrado, bien muerto que esta y las pocas luces que tuvo siempre las uso para hacer el mal.
Bravo Armengol!!!! Good Job.
Personaje lamentable y patético, sin otra obra relevante que su labor funcionarial, la censura su legado más destacado (aparte de los cuadros y jarrones robados, claro). En unos años nadie sabrá quien fue. Seguirá lamiendo el trasero de los Castro en el infierno como en la tierra.
Descanse en paz.
¡Gracias Fidel!
Publicar un comentario