En marzo de 2000 escribí esta columna,
que apareció publicada el 27 de ese mes en El Nuevo Herald y ahora reproduzco:
Quiero conservar la ilusión de que
Alfredo Guevara dimitió del cargo de presidente del Instituto Cubano del Arte e
Industria Cinematográficos (ICAIC) para “realizar una obra escrita”. Me niego a
prestarle mucha atención a los rumores de que fue destituido a consecuencia de
la última película de Juan Carlos Tabío, Lista
de espera. Me resisto a creer que a estas alturas esté encargado de dirigir
la ofensiva cultural que en varios frentes viene realizando en el exterior el
régimen de La Habana. Debo confesar, por último, que no lo hago impulsado por
el entusiasmo hacia los futuros libros de Guevara —que no pienso comprar— o por
el masoquista interés de criticarlos. Me mueve únicamente el afán de venganza.
Anticipo con gusto el resultado de esos
libros por una sencilla razón: Guevara no es un escritor. Sería simple decir
que no sabe escribir. El problema en él es mucho más profundo. La persona que
por más de 30 años dirigió y censuró el cine cubano no sólo es incapaz de realizar
un corto de aficionado —con un tema tan pueril como digamos el desayuno del
bebé—, sino de expresarse con lucidez en un párrafo, donde las palabras
adquieran sentido colocadas unas junto a las otras. En pocos casos es más
cierta la frase de que el hombre es el estilo. Si bien el dicho no se puede aplicar
por completo a Guevara —no se le puede considerar un escritor—, sí se puede
comentar su estilo, y éste siempre ha sido el de negar la creación. Dice ahora
el ya exfuncionario que la verdad es “poliédrica”, pero antes él nunca cesó en el
empeño de opacar todos sus lados. De sus escritos solo quedará el intento de
hacer precisamente eso: un poliedro de una sola cara, que es la de la censura.
Si en Cuba hay un “síndrome de la roncha”, Guevara es “una lergia que camina”, como recita con gracia Luis Carbonell.
Enfrentado con una cuartilla, su habilidad para destruir las obras y las ideas,
y para mutilar y tergiversar los proyectos ajenos se volverá en su contra. A
raíz de la renuncia, un cable habló de su “habitual tono críptico y tortuoso”.
De seguro el periodista no encontró mejor justificación o complacencia para
calificar la forma de expresión de alguien que siempre se destacó por destruir
con razonamientos tortuosos más de un criterio, una idea o una propuesta
valiosa, reafirmando los peores dogmas en un ropaje de seda y veneno.
Contra la dualidad entre una obra
verdadera y un producto fácil y trillado se opone en ocasiones la complejidad
hueca, que usa su desprecio trivial por lo popular como una forma de
encubrimiento ante la incapacidad para alcanzar el valor artístico. Es el
momento en que el tramposo sustituye al artista, el artesano o el comerciante.
A lo largo de la historia de la cultura las trampas han sido muchas y variadas.
Las practicaron los sofistas griegos y los poetas culteranos españoles. En Cuba
y en el ICAIC existió una especie de trilogía, dedicada a encantar las
torpezas. Sus tres brujos fueron Guevara, que siempre actuó como sacerdote
mayor —cuyo saco sobre los hombros, la ropa negra y el rostro pálido y fláccido
siempre recuerdan la presencia fatídica del funerario; Julio García Espinosa,
el aprendiz de brujo hasta que las escobas y los baldes le cayeron encima, y
Jorge Fraga, que no llegó a ser un espíritu en bruto aunque sí un bruto de
espíritu. Durante años los tres compitieron en un rebuscamiento de palabras que
aburría desde el inicio.
Quizá algunos piensen que ahora que
Guevara cuenta con el tiempo necesario para dedicarse a la escritura pudiera
hacerles un favor a los curiosos, ya que no son pocas las intrigas de las que
ha sido testigo o protagonista. No lo hará. Se lo impide su cobardía. En una
vida dominada por la envidia hay demasiados aspectos turbios. Carece de la
humildad necesaria para contarlos. Es demasiado vanidoso para no preferir la
trama del insulto y la destrucción de quienes lo superan intelectualmente. Solo
se rinde ante el poder.
Si hay un abuso del adjetivo en lo
escrito hasta aquí, se debe a mi incapacidad para hablar del personaje en
términos peores. Algo podrido hay en Alfredo Guevara y ninguna palabra es capaz
de salvarlo o condenarlo. Nada peor que revolver el hedor. De ello no se podrán
apartar los futuros libros de Guevara, si algún día los escribe. Ni se libra
esta columna.
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