Por décadas en el exilio cubano de Miami
se ha mantenido aferrado al credo de que llevar
la libertad a Cuba pasa por la reinstauración de un sistema político dominado
por el mercado. No es cierto. Capitalismo y democracia no son sinónimos. Pueden
coincidir, pero no necesariamente. Se puede aspirar a que en la isla exista un
Estado de derecho, el respeto absoluto a los derechos humanos, la propiedad
privada y la libre empresa, sin que ello implique añorar una vuelta al pasado y
apoyar la ilusión de convertir a La Habana en una copia de Miami.
De hecho, cada vez cobra mayor fuerza la
evidencia de que el proceso de “actualización” que lleva a cabo el gobierno de
Raúl Castro está muy cerca de una vuelta al capitalismo sin cortapisas ―en sus
aspectos más superficiales y despiadados―
y en nada interesado en el menor cambio en lo que respecta a las
libertades ciudadanas.
Los fanáticos del neoliberalismo, que
suelen confundir la falta de regulaciones y controles del mercado con la
libertad política, deben leer The Return of History and the End of Dreams, el
libro de Robert Kagan, el ideólogo neoconservador de mayor talento en Estados
Unidos. Kagan hace una buena observación al señalar lo que pasan por alto
quienes creen que con sólo las bendiciones combinadas del comercio, capitalismo
y propiedad creciente se llega inexorablemente a una democracia liberal.
Lo que se subestima es el atractivo
internacional de la autocracia. La Unión Soviética, después del impulso inicial
que recibió la industrialización, fue un modelo de fracaso económico hasta su fin. Ahora con
Vladimir Putin el crecimiento y la diversificación económica aún dejan mucho
que desear —el país se sustenta en dos industrias, ambas muy lucrativas, el
petróleo y la fabricación de armamentos— pero Rusia ha vuelto a ser una nación
con aspiraciones imperiales y una superpotencia con la cual hay que contar y
que se teme.
La China actual, de momento, no lo
es un peligro bélico inminente, pero hasta cuándo. Como dice Kagan, “gracias a
décadas de destacado crecimiento económico, los chinos pueden argumentar hoy
que su modelo de desarrollo económico, que combina una economía cada vez más abierta
con un sistema político cerrado, puede resultar exitoso para el desarrollo de
muchas naciones”.
Un sistema similar al chino o al
vietnamita, con las variantes tropicales al uso, es lo que debe estar en la
mente en más de un tecnócrata o funcionario cubano. No es siquiera que el ideal
de Raúl Castro sea la puesta en práctica de ese modelo. Si algo se desprende de
la realidad cubana actual, las declaraciones del jefe de Estado y los avances y
retrocesos que han traído lo que la prensa extranjera llama “reformas”´ y la
oficial de la isla denomina “actualización” es la existencia de un conjunto de
medidas de supervivencia para navegar en el caos sin que se produzca un
estallido social.
Hasta ahora ―hay que señalarlo― lo han
logrado como si fueran los dueños absoluto del tiempo. No hay mérito en ello si
se recuerda otro ejemplo —Corea del
Norte—, donde un absolutismo cuasi monárquico, o monárquico en cuanto a la
transmisión familiar del poder, mantiene firme las riendas del poder. Sin
embargo, la casta militar cubana ha dado muestras de desempeñar con efectividad
un rol productivo y no limitarse al poderío parásito de la mayoría de los
militares norcoreanos.
Aquí vendría entonces la pregunta de hasta dónde está el exilio de
Miami preparado para lidiar con ese grupo de funcionarios y militares que están
establecidos como los herederos del poder en Cuba.
Ante todo hay que señalar algunas
verdades, dolorosas para algunos aquí en Miami. Más allá de los méritos cívicos
y el valor de sus integrantes, el
movimiento disidente es un buen indicador del control absoluto del
Gobierno sobre la ciudadanía del país.
Hasta el momento, la disidencia ha demostrado su incapacidad
como vía alternativa para el cambio de régimen, en tanto que se ha constituido
en un formidable instrumento de denuncia.
Tampoco llegan lejos ―nunca lo han
logrado― quienes desde el exilio llevan a cabo una labor de cabildeo dentro del
gobierno y en el Congreso en Washington para conseguir que el gobierno de este
país asuma una actitud realmente agresiva frente al régimen de La Habana, con
el objetivo de transformar la situación actual.
A estas alturas debe quedar claro que las
bases para un vínculo económico, entre el exilio y los residentes en la isla,
que sobrepase el simple envío de remesas están establecidas y solo espera una
mayor flexibilidad en ambas costas del estrecho de la Florida. Hasta el
momento, el régimen de La Habana mantiene el monopolio de explotación de esta
relación económica —más que simbiótica parasitaria— y no hay indicación alguna
de que esta situación pueda cambiar sino todo lo contrario: cada vez más el
gobierno cubano esquilmará económicamente al exilio, a partir de explotar los
vínculos familiares y aprovecharse de la inercia de la población de la isla.
A todo lo anterior se añade que la visión
de que Cuba está gobernada por una gerontocracia es incompleta, y que quien
piense―en parte por pereza, por culpa de los corresponsales internacionales que
no hacen bien su trabajo y hasta por desconocimiento
de nombres y caras― que los mandos del régimen se limitan a un puñado de
ancianos, y que todo se reduce a un problema de edad, lo más probable es que
muera en la espera de una solución biológica.
Si, salvo que se produzca un estallido
social incontrolable, el destino cubano más probable es un cambio generacional,
que ampliará la vía capitalista pero mantendrá reducidas o controladas las
libertades públicas, la ecuación capitalismo y democracia salta en pedazos.