El 29 de mayo la artista luxemburgués
Deborah de Robertis entró en una de las salas del Musée d’Orsay de París. Se
sentó debajo del Origen del Mundo, de
Gustave Courbet, y con su cuerpo reprodujo la imagen que aparece en la pintura.
Fue un acto de exhibicionismo —¿qué performance no lo es?— pero también una
demostración de límites, tanto de esa institución reaccionaria que es cualquier
museo, como de los intentos de superar la representación con fórmulas que
pueden producir un efecto momentáneo, aunque durante un segundo vistazo nos
demuestren que son tan anticuadas como el propio establecimiento que buscan
impactar.
Contemplar la pintura y al mismo tiempo a
la artista, que cuidadosamente viste del mismo color que el marco del cuadro, fue
el objetivo buscado. La imagen estática y la representación con pelos y
señales. Naturaleza muerta y naturaleza viva. Solo que es al mismo tiempo el
engaño mayor. Sin la obra de Courbet, no hay diferencia entre esta performance y la estrella de cine,
bailarina o cantante a la que “sorpresivamente” se le abre el vestido y enseña
una teta.
Por supuesto que la artista brinda otra
versión, pero no son más que palabras para la prensa, habilidad para ofrecer la
cita adecuada a la hora de dar una información y no limitarla al vulgar
escándalo.
“Mi obra, titulada Espejo del origen, no refleja el sexo, sino el ojo del sexo, el
agujero negro. Mantuve mi sexo abierto con las dos manos para revelarlo, para
mostrar lo que no se ve en el cuadro original”, señaló de Robertis a Le Monde.
El museo se ha negado a pronunciarse
sobre lo ocurrido, en una actitud que busca no alimentar el hecho, y
seguramente para tratar de evitar imitadoras ¿o imitadores? Aunque quizá el
silencio sea la mejor respuesta, porque el espectáculo carece de transcendencia
y solo ha servido para darle notoriedad a la autora.
El video de la performance, colgado por la propia artista en internet, evidencia
la superficialidad de su obra, que intenta competir con el cuadro.
De Robertis avanza descalza por la sala,
con un vestido de lentejuelas doradas y sin ropa interior. Se sienta y abre las
piernas. La escena dura varios minutos, pero lo que llama la atención —luego de
contemplar, por supuesto, el sexo de la joven— es lo que viene a ser el segundo
acto de la escenificación: lo que otros “actores”, involuntarios pero
previsibles, incorporan al reparto. Son los cuidadores del museo que se
interponen entre la artista y el público, e intentan desalojar la sala,
mientras algunos espectadores aplauden. Entonces todo se transforma en un acto
de vaudeville, sonrisa breve y entretenimiento gratuito.
Para acompañar las imágenes, un texto
soso en forma de poema —“Yo soy el origen, yo soy todas las mujeres. No me has
visto, quiero que me reconozcas. Virgen como el agua creadora de esperma”— y como
fondo musical el Ave María de
Schubert.
Texto y música son las costuras más
claras de una fabricación demasiado fácil, demasiado pegajosa, demasiado poco
escandalosa.
Porque no hay riesgo en la escena, los
cuidadores del museo se cuidan muy bien de no forzarla físicamente a que
abandone su performance, mientras
ella sigue obstinada repitiendo el poema, y solo tienen la reacción estúpida de
tratar de desalojar la sala. Reducen a voyerismo y represión pequeño burguesa
lo que no es más que un acto de propaganda, al que solo lo prohibido puede
librar del tedio luego de un rato.
Pintado en 1866, el cuadro de Courbet
resulta todo lo contrario. Está expuesto de forma permanente. Uno puede
dedicarse a contemplarlo durante horas. Pero pese a tantos desnudos frontales en
el cine, pornografía y fotos, la pintura aún impresiona. Basta detenerse un
rato en la sala y observar al visitante que da vuelta alrededor de otros
cuadros y vuelve a él; a la pareja de jovencitas que intercambian miradas y
risas cortadas; a la mujer que mira pero que no quiere que la vean.
Courbet continúa imperecedero, por encima
de la juventud de la carne y el desafío del momento.
Desafío que tampoco es tanto, porque tras
DaDa y los surrealistas se consumió en gran medida la capacidad para Épater le bourgeois.
Si el escandalizar ha perdido
profundidad, ha logrado sin embargo un
enorme alcance, gracias a internet y los medios sociales, solo que no en
la forma de denuncia y rebelión, sino reducido a publicidad.
Casi dos millones han visto el video de De
Robertis y la noticia ha aparecido en los principales diarios del mundo, solo
que las imágenes están recortadas o con círculos negros o blancos, tapando lo
que es el meollo de la representación, con el mismo pundonor que los guardianes
del Musée d’Orsay.
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