La campaña de propaganda contra
disidentes, opositores pacífico y activistas de la sociedad, que por años viene
desarrollando la prensa gubernamental cubana, ejemplifica la decadencia
ideológica de un régimen agonizante.
Los recursos utilizados son viejos: el
insulto y la vejación como arma; la divulgación de mentiras que en ocasiones se
apoyan en elementos aislados de verdad, aunque que en su totalidad presentan un
panorama falso; la visión desplazada que deforma la perspectiva de conjunto y
la demonización del enemigo. Solo que ahora están reducidos a sus elementos más
simples.
En sus primeros años la ideología
castrista propuso la imagen de una sociedad mejor pero futura. El discurso de
ataque político estaba dirigido fundamentalmente contra varios grupos, pero
siempre la referencia se concretaba al pasado: “rezagos del pasado”, “vicios
del pasado”, “actitudes pequeño burguesas que aún prevalecen”, “miembros de la
antigua clase privilegiada”, “remanentes de la vieja sociedad”.
La personalidad del enemigo se diluía en
su supuesta permanencia a una clase social. El terror apuntaba hacia el
exterminio y la segregación. El método no era nuevo. De forma similar y diversa
el comunismo y el fascismo habían empleado el mismo recurso, y con anterioridad
los imperios coloniales y esclavistas, aunque con distintos argumentos.
La deformación del lenguaje se producía
de dos formas. La abstracción servía como un medio para despersonalizar y
tergiversar las palabras. Se hablaba de la “liquidación” de la explotación, el
“ajusticiamiento'” de los traidores y la “recuperación” de las propiedades del
“pueblo”.
Al
mismo tiempo, se deshumanizaba a los opositores: `”gusanos”, “escoria” y “parásitos'”
en Cuba; “perros rabiosos del capitalismo” en China y “vampiros”, “bastardos” y
“piojos” en la desaparecida Unión Soviética.
Gracias a estos recursos, el lenguaje
ideológico del castrismo nace deforme por naturaleza. Al mismo tiempo, comienza
a deteriorarse casi desde su origen. Paradójicamente, dos factores
contradictorios contribuyeron a ello: el fracaso en la concretización de su
modelo ideal y los éxitos en la exclusión de sus enemigos tradicionales.
Por años se prefirió ignorar a los
disidentes, persistir en la categoría de “vicios del pasado” al tratar de
eliminar todos los intentos de crítica, e identificar con la “sociedad
anterior” a quienes se oponían al sistema.
La permanencia en el poder fue
erosionando esos argumentos. El golpe más formidable ocurrió con la crisis que
culminó en el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, cuando miles que eran niños en
1959, o nacidos después de esta fecha, y trabajadores carentes de propiedades,
decidieron o se vieron forzados a abandonar el país.
Ello obligó al gobierno a recurrir a una
difamación menos política y más vulgar. El ataque frontal a los “enemigos de
clase” se sustituyó por las vejaciones y los epítetos. Las palabras más
repetidas fueron “prostitutas”, “homosexuales” y “proxenetas” (claro que en sus
versiones más crudas).
La crisis del Mariel no modificó en
cambio que la caracterización continuara recurriendo a la generalización. Bajo
la palabra “escoria” se catalogó a todos, pese a que en muchos casos las
diferencias superaban a las semejanzas.
Con los años se mantuvo la táctica de
difamación, pero el lenguaje fue modificándose. No se ataca al exilio en
general, y prefiere hablarse de “diáspora”, “emigrados”, “cubanos en el
exterior”. Se habla de “la mafia de Miami”, para definir y limitar el ataque a
una ciudad y a un sector de la comunidad.
La falta de argumentos ideológicos ha
llevado a los ataques personales, más soeces pero más limitados.
Este enfoque responde a un argumento de
peso, o mejor de dólares: la economía de la isla depende en gran medida de las
remesas que se envían desde Miami; pero al mismo tiempo reconoce la fuerza
económica y política de un sector del exilio.
Ya no se habla de “títeres del
imperialismo”, sino de recalcitrantes y “asalariados del imperio”,
“mercenarios”.
Curiosa esa dualidad que el régimen asume
al emplear como arma —más que ideológica simplemente política— al fetichismo
del dinero.
Cuando el canciller Bruno Rodríguez mostró
su desdén frente a la posibilidad de que los cubanoamericanos invirtieran en la
isla, durante una reunión con miembros de la CAFE (Cuban Americans for
Engagement), se limitó a mostrar una preferencia por las grandes cifras.
“Yo no sé a cuántos cubanos ustedes
conocen que podrían invertir en Cuba 200, 300, 500, 1.000 millones de dólares,
que es la inversión que demanda Cuba”, dijo Rodríguez.
Sin embargo, supuestas cifras muchísimo,
pero muchísimo, más pequeñas son esgrimidas como el argumento negativo perfecto
para despertar la envidia y promover una motivación adicional a los que
participan en los actos de repudio.
Si naciste en Cuba y vives en el exterior
y has logrado acumular una fortuna de miles de millones, ya sabes que tienes
las puertas abiertas en la isla, pero no te atrevas a hacer nada que haga que
el gobierno te acuse o te difame —no importa la carencia de pruebas— de
conseguir unos cuantos dólares.
Si la difamación individual ha abandonado
el lenguaje de la lucha de clase, y se ha postrado ante la envidia más
mezquina, la epopeya y la épica revolucionaria de los primeros años ha
degenerado en la disputa de solar, el chancleteo y la obscenidad.
Un paso importante en ese destino se dio
con la tragedia del niño Elián González, que quedó solo en el mar tras un
naufragio de balseros, fue llevado a Miami, retenido por familiares y
finalmente devuelto a Cuba. Por aquellos días el naufragio de los balseros se
reduce a descripciones propias de la denominada “cultura de la pobreza”:
hombres abusadores y alcoholizados que golpean a sus mujeres; relaciones
familiares fundamentadas en la violencia; prostitución y robo.
Al final solo quedó el lenguaje de una
novela que no llegaba al rosa, que se perdía en el gris y la suciedad, donde
las intenciones valían más que los hechos, por entonces repetidos a diario —la
fuga en balsas improvisadas— la realidad reducida en una fórmula de anécdotas
más o menos escabrosas y a una arenga incesante.
Para la época del “niño Elián”, la
ideología ya no aspiraba a ser doctrina: se limitaba a la distracción a la
fuerza.
Fidel Castro no comprendió la
excepcionalidad del caso de Elián y trató de repetir una campaña similar —pero
ahora con carácter internacional— con las condenas a cinco agentes cubanos por
espionaje en Estados Unidos. La campaña continúa incesante, y es uno de los
legados de los últimos años de gobierno activo de Castro.
La propaganda a favor de los llamados
“cinco” —que con el tiempo, se han reducido a tres— mantiene una melopea
edulcorada, con apelaciones a la injusticia cometida, las arbitrariedades del
juicio y el clima hostil en Miami, y apela a argumentos falsos, como la defensa
del espía Gerardo Hernández decir ayer miércoles 4 de junio —en una rueda de
prensa en Washington— que “el Miami
Herald despidió a tres periodistas en 2006 cuando supo que estaban
cubriendo el caso ‘bajo la nómina del gobierno
estadounidense’” (según lo informado
en Cubadebate y un cable de la agencia Efe), lo cual es una soberana mentira.
Mientras, los ataques a la oposición
recurren cada vez más a un lenguaje de tono agresivo.
Esa mezcla de reclamar el reparo de una
“injusticia”, apelar al acercamiento, la conciliación y el diálogo, contrasta
con la hostilidad interna hacia quienes solo plantean la divulgación de
información, cambios de acuerdo a la legislación vigente y el avance de la
sociedad civil.
Como el gobierno cubano se muestra
incapaz de discutir ideas y propuestas de una forma civilizada, el apelar al
ataque personal y el insulto continúa formando parte de la esencia del sistema.
No importa si el tradicional enemigo de clase ha sido arropado ahora con el
disfraz del dinero.
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