El problema fundamental que encara el
gobierno cubano y sus economistas, ante la necesidad de llevar a cabo reformas
que alivien la crítica situación del país, es la respuesta a una pregunta:
¿puede permitirse la actividad privada, aunque sea en una escala reducida, sin
poner en peligro la sociedad socialista? O dicho con las palabras del
economista húngaro János Kornai: ¿es reformable el socialismo?
Kornai encontró que la interrogante sólo admitía
una respuesta negativa. Llegó a esta conclusión a partir de los principios más
elementales del marxismo-leninismo, y cuando la formuló en 1990 no estaba
abogando por el mantenimiento de ese sistema, sino simplemente evaluando los
hechos. Al utilizar los términos de la economía marxista-leninista, se refirió
a la conclusión clásica de que la pequeña propiedad mercantil engendra
capitalismo, de forma constante y sin detenerse. “Lenin tenía toda la razón. Si
una sociedad permite que haya un gran número de pequeños productores de
mercancía, y los deja acumular y crecer con el tiempo, tarde o temprano surgirá
un genuino grupo de capitalistas”, afirmó Kornai.
En el caso cubano, tampoco se pueden
eludir otras dos interrogantes. La primera lleva a cuestionarse si realmente
existe el socialismo en la isla y la segunda es aún más concreta: ¿Qué hacer
entonces?
Un análisis de los factores económicos
debe dejar a un lado los aspectos políticos del tema, en lo referente a las
implicaciones y preferencias que encierra cualquier ideología, así como todo lo
relacionado con la democracia, los
derechos humanos y el Estado de derecho.
La respuesta a la pregunta de si hay
socialismo en Cuba es negativa desde una perspectiva económica, a partir del
hecho de que desde hace años subsisten dos modelos en el país: uno fundamentado
en la propiedad privada y otro tradicional, que tiene su base en los medios de
producción estatales.
Con bastante éxito, el régimen de La
Habana ha logrado mantener separados estos dos modelos. Su estrategia ha estado
dirigida tanto a reducir la esfera de producción privada nacional —autorizada
durante el llamado “Período Especial”— como a concentrar la inversión
extranjera y las empresas conjuntas con capital privado (foráneo) en un número
reducido de grandes corporaciones, y en sectores que siendo fundamentales a la hora de obtener
ingresos, pueden ser “aislados” de la población. La minería y el turismo son
dos buenos ejemplos.
Las principales víctimas de esta
estrategia han sido los cuentapropistas cubanos y los pequeños empresarios
extranjeros. Por otra parte, la estrecha colaboración con el gobierno
venezolano ha resultado un factor clave en lograr este objetivo.
Una contradicción fundamental a la que se
enfrenta Cuba, y por la que pasaron la desaparecida Unión Soviética y los
países de Europa del Este, es que al igual que el sector privado crece de forma
“espontánea” y más allá de lo previsto, cuando se posibilita la menor reforma,
también la burocracia crece a pesar de los esfuerzos por reducirla.
Lo que ocurre en la práctica —y está
sucediendo en Cuba en estos momentos— es la existencia de dos modelos que compiten por la
supervivencia.
Las economías socialistas clásicas (pre
reformistas) combinaban la propiedad estatal con la coordinación burocrática,
mientras las economías capitalistas clásicas combinan la propiedad privada con
coordinación de mercado.
“Estos dos casos simples pueden considerarse
modelos históricos de referencia”, de acuerdo a Kornai.
Uno de los aspectos negativos de la
mezcla de ambos sistemas, en una misma nación, es el aumento del desperdicio de
recursos.
Mientras que un sector privado vive
constantemente amenazado en un sistema socialista, al mismo tiempo se beneficia
de un aumento relativo de ingresos, al poder fácilmente satisfacer necesidades
que el sector estatal no cubre. Sin embargo, estos artesanos o propietarios de
restaurantes ―para poner dos ejemplos clásicos— no tienen un mayor interés en
cultivar a sus clientes, y tampoco en acumular riqueza y darles un uso
productivo. Y como el destino de sus empresas es bastante incierto, en la
mayoría de los casos emplean sus ingresos en mejorar sus niveles de vida mediante
un consumo exagerado.
Esta actitud y conducta no difiere de la
del burócrata, que sabe que sus privilegios y acceso a bienes y servicios
escasos dependen de su cargo.
Es por ello que el economista húngaro
destaca que, si bien “la propiedad estatal y privada pueden coexistir dentro de
la misma sociedad. Sin embargo, en los ambientes político, social e ideológico
de los países de socialismo reformista, ésta es una simbiosis incómoda plagada
de aspectos imprácticos”.
A este problema se enfrenta el presidente
Raúl Castro, al tratar de buscar una mayor eficiencia en la economía. Al mismo
tiempo, su gobierno está tomando medidas destinadas a evitar fenómenos que van
del lavado de dinero —no de fondos
provenientes del narcotráfico sino de actividades ilícitas, como el tráfico de
divisas— a la evasión fiscal, la corrupción y el robo en las empresas
estatales.
Sin embargo, tanto el limitado sector
privado, como el amplio sector de economía estatal, están en manos de personas
que conspiran contra esa eficiencia por razones de supervivencia.
La fragilidad de un socialismo de mercado
es que su sector privado, si bien en parte está regulado por ese mismo mercado,
en igual o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo tiempo, este
control burocrático lleva a cabo muchas de sus decisiones a partir de factores
extraeconómicos: políticos e ideológicos.
Una solución parcial a este dilema sería
aumentar el papel del mercado y concederle mayor espacio a las actividades
privadas, de forma legal y dejando la vía abierta a la competencia y la
iniciativa individual. Sólo que entonces el éxito en el mercado tendría un
valor superior a la burocracia.
Esto es lo que algunos temen en la isla y
otros ansían.
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