Héroe nacional y latinoamericano,
caudillo místico, mártir casi santo. Todo ello trató de abarcar Hugo Chávez.
Todo lo logró en cierto momento. Todo lo dejó a medias.
El actual mandatario venezolano, Nicolás
Maduro, desde antes de encaramarse en la silla presidencial, ya había decidido
las tácticas que usaría para llegar y
luego aferrarse al poder: pactos políticos cuando fueran necesarios, fuerte
represión si se sentía en peligro y una proclamación vocinglera y populista de
la figura de Chávez. Un Chávez de estampita y superstición, pueril y ridículo
al invocarse, pero efectivo para los seguidores encerrados emocionalmente en el
fanatismo y fieles guardianes de las pequeñas ventajas que les otorgó el
caudillo y aún conservan.
Maduro dijo el lunes que se le ha vuelto
a aparecer “un pajarito”, para decirle que el difunto Chávez está “feliz”. Algo
similar hizo en abril de 2013, cuando afirmó que había recibido una “bendición”
del líder de la revolución bolivariana, que se le apareció en forma de
“pajarito chiquitico”.
Para cualquiera que vive en democracia y
en un país civilizado, declaraciones de este tipo, en boca de un jefe de Estado,
pueden provocar desde la burla hasta el estupor.
Sin embargo, no hay que tomarlas a la
ligera en el caso venezolano. No importa las sandeces que hable Maduro, siempre
que le ayuden a mantenerse en el poder, y este objetivo cumplen declaraciones
así: no porque las pronuncie, sino porque se las escuchan sin protestas en
donde las dice.
“Otra vez se me acercó un pajarito, me
habló, me dijo que no se lo contara a nadie pero se los voy a decir a ustedes,
no se lo digan a nadie, el pajarito me dijo que nuestro comandante estaba
feliz”, dijo Maduro en un acto en honor a Chávez, coincidiendo con la
celebración del que sería el 60 cumpleaños del líder difunto.
Con un poco de vergüenza y dignidad, los
participantes en el acto debieron haberse parado e irse. Porque lo menos que
resultan estas palabras es que son un insulto para los chavistas y para la
memoria de Chávez. Nadie lo hizo.
No lo hicieron las hijas, Rosa Virginia y
María Gabriela, que se sabe disfrutan de privilegios y prebendas —María
Gabriela se encuentra envuelta en un escándalo de corrupción en Argentina,
donde acuerdos de compra y venta se realizaron por encima de los valores reales
de los productos en el mercado— que les convencen a mantenerse quietas y con la
boca callada. No lo hizo el resto de la familia, ni siquiera el hermano, Adán
Chávez, que fue relegado en el reparto principal del poder.
Todo lo contrario, Adán Chávez ha pedido
“unidad, organización y disciplina” como “el mejor regalo” que se le puede
hacer al fallecido. Un espaldarazo impúdico a Maduro, también a cambio de
privilegios y seguridad.
“El enemigo no descansa (...) No faltarán
los que intenten aprovechar graves circunstancias que se presenten para
intentar frenar nuestra revolución”, ha añadido el hermano de Hugo Chávez, en
unas declaraciones que publica el diario venezolano Panorama.
El culto a Chávez se ha visto en aumento
en estos días en Venezuela. No solo por la celebración del nacimiento el lunes,
sino porque Maduro se encuentra en el medio de un congreso de su partido, en
que ya ha sido nombrado presidente del Partido Socialista Unido de Venezuela
(PSUV) por los delegados. Un congreso que al igual que los que ocurren en Cuba
no deja de ser una farsa, pero una farsa que funciona a los efectos de mantener
el poder la elite gobernante.
Hugo Chávez tituló pomposamente
“socialismo del siglo XXI” a esa amalgama con la cual intentó acuñar su sistema
de gobierno e ideología. Ahora queda claro que más correctamente sería llamarla
“del siglo V o XV”. Igual apelación a la fe, o mejor al fanatismo, para
justificar un mandato terrenal mediante una invocación divina. Durante sus tres
últimos meses de vida se asistió a diario al desfile fotográfico de fieles
seguidores del chavismo, llorando y aferrados a un muñequito con la imagen del
caudillo. El oscurantismo como consagración política a través de la ignorancia.
Si algún legado dejó Chávez a sus
seguidores fue la práctica de una idolatría que no llega a mucho y es incapaz de
acciones decisivas para lograr una verdadera transformación en Venezuela y
Latinoamérica.
Chávez, que siempre se creyó el
continuador de Simón Bolívar y el heredero de Fidel Castro —hasta en
enfermarse—, terminó siendo la versión masculina de Evita. Mucha fanfarria y
poca esencia. Migajas a los pobres y delirios de grandeza. Un carisma que
obedeció a circunstancias políticas e históricas, y gestos altisonantes.
Al igual que con Evita, un cáncer se
interpuso en una carrera política marcada por baños de multitudes.
Representó la versión actualizada del
caudillo. Fue el mandamás, alguien que recibía los reclamos, las súplicas, las
peticiones simples y absurdas; una persona caprichosa y volátil, despiadada e
injusta: un ser humano que actuaba con la omnipotencia de un dios, que aunque
no deja tras sí centenares de cadáveres ni miles de torturados, tampoco nunca
se detuvo a la hora de ser dictatorial, e incluso amenazar de muerte a un
periodista extranjero cuando le resultaba incómodo, para citar solo un ejemplo.
Aspiraba a convertirse en mito, a continuar cercano y presente en Latinoamérica
con un mandato hasta 2030, año en el que se cumplirán 200 años de la muerte de
Simón Bolívar.
Terminó falleciendo el mismo día que
Josef Stalin 60 años después.
Pero se equivocan los que piensen que su
elección de Maduro como seguidor fue un error, o los que crean que el actual
gobernante venezolano no es la figura adecuada para seguir la labor de Chávez.
Todo lo contario. El gobierno cubano —que no por gusto lleva tantos años en el
poder— no podía fallar a la hora de apostar por Maduro.
Puede que el día de mañana Maduro caiga,
por situaciones internas o externas, pero no a consecuencia de querer hacerlo
mejor que Chávez. Es un continuador y no un reformista, aunque de aquí a unos
meses pacte con el Fondo Monetario Internacional o con quien tenga que pactar
para seguir en el gobierno. No hay que tomarlo a la ligera aunque hable de
“pajaritos”.
El complemento indispensable de esa superstición
pueblerina —de ese “ver los pájaros“ como Cristóbal Colón cuando se sintió
cerca de una tierra desconocida— es el fanatismo impuesto por el Estado. Y el
actual congreso del PSUV lo confirma. Chávez es el “Líder Supremo”, al más puro
estilo norcoreano.
Primero fueron sus ojos los que decoraron
miles de edificios levantados como parte de un programa gubernamental de
viviendas. Luego, su gruesa voz empezó a retumbar cada 12 horas entonando el
himno nacional. Y a partir del lunes su letra podrá ser usada, a través de una
novedosa aplicación, por cualquier ferviente seguidor. Un programa de
computación reproduce la caligrafía zurda del caudillo. Chávez presente en todo
y en todas partes. Mirándolo todo, cantando, escribiendo. Eterno.
Si —como nos advirtió Isaiah Berlin— la
revolución rusa apartó violentamente a la sociedad occidental de lo que, hasta
entonces, parecía a casi todos los observadores un camino bastante ordenado, y
le impuso un movimiento irregular, seguido de un impresionante desplome, los
populismos latinoamericanos no han servido más que para dilatar o impedir el
avance económico y social.
Al amparo de la imperfección y el fracaso
neoliberal en la región, ha prosperado una práctica que se limita a medidas que
prometen distribuir hoy el pan, para terminar mañana aumentando la miseria e
impidiendo la puesta en marcha de un plan efectivo de reformas.
Chávez resultó nefasto no sólo para
Venezuela sino también para Cuba y Latinoamérica. Es cierto que hasta cierto
punto, la influencia venezolana se ha reducido en la región. Pero el poschavismo
no muestra signos de una pronta desaparición.