“De los cuentos, prefiero a todos a En el gran ecbó. Después me gustan Josefina, atiende a los señores y Abril es el mes más cruel. Las viñetas
me gustan todas por igual. Con la misma fuerza detesto a La mosca en el vaso de leche”. Con estas palabras cierra Guillermo
Cabrera Infante el breve prólogo de su primer libro de cuentos, publicado en
septiembre de 1960 en Cuba.
Mantendrá siempre esa alta estima por En el gran ecbó. Lo catalogará de
“cuento perfecto”. Vuelve a publicarlo en Delito
por bailar el chachachá. Otro cuento de ese libro, Una mujer que se ahoga, es Abril
es el mes más cruel por medios literarios más felices. Nueva vuelta a la
tuerca del amor perdido. No le va mal tampoco a Josefina, atiende a los señores, que reaparece en la selección Todo está hecho con espejos.
Abril
es el mes más cruel tiene un destino más modesto:
el autor lo despoja de una tercera parte de su contenido cuando se publica en
la antología de la española Rosa María Pereda, aparentemente con la intención
de que gane en ambigüedad.
Pocos recuerdan —o conocen— que el relato
fue adaptado para la televisión. Dirigido por el autor, fotografiado por
Orlando Jiménez Leal y con Miriam Gómez de protagonista femenina.
El cuento es breve. Describe una
atmósfera. Ofrece al lector una situación presente y lo deja imaginar otra
futura. En su versión original, una pareja de recién casados está de luna de
miel. La mujer le hace prometer al hombre que nunca retratará a otra en esa
playa. Poco después se arroja por un acantilado.
En estilo, Abril es el mes más cruel está demasiado cercano al Hemingway de Colinas como elefantes blancos (al igual
que Un nido de gorriones en un toldo,
otro cuento de ese primer libro, parodia a El
gato bajo la lluvia), aunque aspira a Salinger y al budismo zen. Pero sobre
todo transmite un sentimiento. Si bien se trata de un cuento menor dentro de la
obra de Cabrera Infante, gira alrededor de un tema al que volverá una y otra
vez. Es también reflejo de una obsesión que lo perseguirá siempre: el miedo a
la pérdida y la traición.
En
busca del amor perdido. Así titula G. Caín su
crónica sobre Vértigo, la cinta de
Alfred Hitchcock que luego incluirá entre sus favoritas.
Considera a la película una visión
americana del mito de Orfeo. Una pareja que parece nacida para amarse. Un
hombre que se niega a ver los signos de la destrucción y las señales trágicas,
con una estupidez que Orfeo ya había pagado caro muchos siglos antes que
Sócrates.
Desempleado tras el cierre de Lunes de Revolución, en 1962, Cabrera
Infante realiza un ciclo de conferencias en el Palacio de Bellas Artes de La
Habana, sobre una serie de directores norteamericanos, entre ellos Hitchcock.
Serán recogidas en un libro años más tarde: Arcadia
todas las noches.
En un subcapítulo de Arcadia de la sección dedicada a Hitchcock —titulado Ars Amatoria—, el autor nos narra como
mientras caminaba por una calle habanera ve venir a “una muchacha, trigueña,
linda, con la que me hubiera casado”.
Luego agrega: “Ahí no terminó todo,
porque detrás venía una rubia, aún más linda, con la que también me habría
casado si lo hubiera permitido la primera muchacha o si la poligamia existiera
entre nosotros”.
La descripción de mujeres casaderas sigue
en forma similar a la que figura en el cuento que da título al libro
mencionado. Culmina el desfile con una nube de fumigación que envuelve a su
“novia”.
“Al disiparse el humo, la muchacha había
desaparecido”, dice Cabrera Infante. Este es precisamente el tema-advertencia
sobre el que está construido el relato Una
mujer que se ahoga.
En 1979 se publica otra de las obras
mayores de Cabrera Infante: La Habana
para un Infante Difunto. Aquí la experimentación con la forma cede ante una
estructura narrativa fragmentada en capítulos, que siguen un orden cronológico,
aunque se mantiene el elemento lúdico, el cual desborda en un final donde la
fantasía desplaza a la enumeración de encuentros sexuales.
Si bien con su novela anterior, Tres Tristes Tigres (1967), Cabrera
Infante abre nuevas vías a la literatura cubana, La Habana es una obra de perfección, donde el interés fundamental
es desarrollar al máximo los recursos que su autor domina.
En la descripción del encuentro entre el
narrador de La Habana y Violeta del Valle, en el cine Duplex, se menciona la
piel trigueña de ésta y “el tono del traje verde claro, con algo de gris”, que
estaba evidentemente escogido para realzar sus ojos “tanto como su boca
escarlata”.
John Fergurson —el detective retirado
protagonista de Vértigo— encuentra
a Madeleine en un restaurante tapizado
de rojo. Ella es una criatura pálida que viene vestida de negro y verde. El
verde del recuerdo, el rojo pasional. “Verde que te quiero Hitch”. El color
preferido del cineasta inglés.
“La Venus de los ojos verdes”. Así llama
Cabrera Infante a Violeta del Valle, quien también es Margarita del Campo. La
mujer que se marcha con otra mujer (nueva referencia a Hemingway) y deja al
narrador recordando la primera visión deslumbrante y la larga persecución por
los años y por las calles de La Habana.
Es entonces que el narrador acude al edificio
donde por un tiempo había vivido su amante, cerca del cementerio de Espada. Un
apartamento con los sillones forrados de “nylon verde chartreuse”, para
terminar acostándose con la hermana de quien lo había abandonado.
Una noche de desesperación que culmina
con el narrador junto a alguien de una extraña belleza, que le recordaba a
Margarita y al mismo tiempo la hacía olvidar. Una mujer que apenas conoce y de
la que apenas sabe que es viuda, porque su marido había sido asesinado en una
“estúpida reyerta callejera”.
Es en esta escena de amor cerca de un
cementerio —a la que el narrador acude no en búsqueda de su amada entre los
muertos, sino con la esperanza de olvidar que la ha perdido— donde Cabrera
Infante retoma el mito de Orfeo, que en su momento destacó en la crónica sobre Vértigo (un tema analizado por Eduardo
González en su libro Cuba and theTempest:
Literature and Cinema in the Time of Diaspora).
Amor, locura y pérdida. Una riqueza
emocional que no es posible sin que dominen las pasiones. Pasiones que en la
obra de Cabrera Infante muchas veces se ocultan en un juego verbal, que se
parodian hasta el cansancio.
El
sentimiento trágico de la vida convertido en el sentimiento cómico de la vida.
Siempre empecinado en ocultar la verdad. María Cristina me quiere gobernar. ¿Me
quiere gobernar? Me gobierna. Lo que pasa es que no quiero que lo digan. Que lo
sepan. Hay que dejarla que se crea que me gobierna. Temor de que se vaya. Miedo
a perderla. Sobre una tumba una rumba. Pero un golpe de tumbadora jamás abolirá
al azar.
Demasiadas pérdidas en una sola vida:
amigos, mujeres, una época, un país y una esperanza: la ciudad perdida, el
título del guión que culmina un oficio y la película que ve cerca del final y
la última que comenta.
La traición que se espera y la que
sorprende: política y literaria. La traición como motivo de la escritura y la
escritura que denuncia la traición.
Una literatura que siempre aspiró a la
música popular cubana, pero que a veces termina con “una balada de amor y de
muerte”, como escribe Cabrera Infante al final de su crónica sobre Wind across
the Everglades. O mejor todavía, con María Teresa Vera cantando Boda Negra. La parodia no acaba. La vida
sí. El mito no muere. La distancia nunca es el olvido.
Este artículo aparece también en Cubaencuentro.