Cuba continúa atravesando una situación
difícil y el impulso bajo el cual el mandato de Raúl Castro inició una serie de
reformas limitadas ha desaparecido. Aferrarse a la ilusión de que el régimen
pueda sucumbir en un futuro cercano es apostar por la fantasía. No es así. El
proyecto revolucionario está agotado, pero los mecanismos de supervivencia
siguen intactos.
Sin embargo, este afán de sobrevivir está
generando un caos y una violencia que atenta no sólo contra la población en la
Isla, sino hace dudar sobre un mejor destino para la nación
Cuba sigue siendo una excepción. Se
mantiene como ejemplo de lo que no se termina. Su esencia es la indefinición,
que ha mantenido a lo largo de la historia: ese llegar último o primero para no
estar nunca a tiempo. No es siquiera la negación de la negación. Es una
afirmación a medias. No se cae, no se levanta.
Cualquier estudioso del marxismo, que
trate de analizar el proceso revolucionario cubano, descubre que se enfrenta a
una cronología de vaivenes, donde los conceptos de ortodoxia, revisionismo,
fidelidad a los principios del internacionalismo proletario, centralismo
democrático, desarrollo económico y otros se mezclan en un ajiaco condimentado
según la astucia, primero de Fidel Castro y ahora de su hermano.
No se puede negar que en la Isla
existiera por años una estructura social y económica —copiada con mayor o menor
atención de acuerdo al momento— similar al modelo socialista soviético. Tampoco
se puede desconocer la adopción de una ideología marxista-leninista y el
establecimiento del Partido Comunista de Cuba (PCC) como órgano rector del
país.
Todo esto posibilita el análisis y la
discusión de lo que podría llamarse el “socialismo cubano”. Aunque esta
argumentación es solo una fracción necesaria a la hora de comprender una
realidad simple y compleja a la vez.
Como en la música popular cubana: la
melodía es pegajosa y fácil de repetir, pero el problema es con el ritmo, que
por momentos se construye a partir de sucesiones de notas a contratiempo:
síncopa en la música y el habla, pero también en la política: la Guantanamera
como nuestra definición mejor.
En los últimos años se han producido
demostraciones que evidencian que una parte de la población cubana está
dispuesta a realizar actos violentos —o no sabe controlar sus pasiones e
instintos— y reaccionar ante los estímulos más simples.
Ese es el sector de la población que se
presta a participar en actos de repudio, donde son guiados y controlados por un
grupo de agentes represivos. Es decir, no alcanzan siquiera el grado de
profesionales de la violencia: son simplemente matones de ocasión.
En un futuro más o menos inmediato, tras
la desaparición de los Castro, de este estrato de la población cubana saldrán
los pandilleros, extorsionistas, abusadores y hasta asesinos que muy
probablemente sirvan para suplir la demanda de delincuentes e individuos sin
escrúpulos a ser empleados por los diversos grupos dedicados a las actividades
ilegales que ya florecen en la Isla.
No es esta oleada de hechos delictivos el
único peligro que acecha respecto a estos personajes de naturaleza marginal,
pero integrados dentro de un aparato represivo que los usa a su conveniencia, y
que en la actualidad encuentran satisfacción y provecho en participar en los
actos de represión.
Tampoco hay que buscar en el
hostigamiento y el acoso a los activistas y disidentes la única forma de
marginalidad que progresa en el país.
A consecuencia del empobrecimiento
económico y social surgido a partir del llamado “Período Especial”, pero con un
origen mucho más remoto dentro del proceso iniciado en 1959, se ha extendido
una actitud donde el delito se acepta e incluso se justifica de acuerdo a
conveniencias y excusas de todo tipo, que van desde la necesidad de recurrir al
mercado negro, para adquirir los bienes más elementales, hasta la prostitución,
el robo y la venta y compra de drogas.
El problema principal es la existencia de
un grupo poblacional acostumbrado a vivir bajo un régimen totalitario, que en
un futuro más o menos cercano de pronto va a encontrarse incapaz de vivir en
libertad, con las responsabilidades que este hecho atañe. Esos que golpean hoy
serán los inadaptados de mañana. Aquellos que han llegado al “trapicheo” como
forma de vida o practican y aceptan la prostitución como un complemento a los
ingresos familiares —casi un don o un regalo de la naturaleza— pasarán a formar
parte de la lacra social del país. Actividades que en la actualidad se
justifican por la carencia y censura, como la adquisición de artículos hurtados
o de contrabando, el pequeño fraude a la empresa estatal, el tráfico de
influencias, el robo de la señal de televisión o el uso fraudulento del
servicio de internet perderán su condición de “activismo político”, medio
obligado de supervivencia, forma de rebelión o desacato al sistema y serán
catalogados de simples delitos, como en cualquier sociedad.
Por supuesto que la mayoría de quienes
hoy se ven obligados a violar las ataduras de un régimen totalitario, obligados
por la necesidad momentánea, no tendrán problema alguno en comprar mañana en un
supermercado lo que hoy solo pueden adquirir en la bolsa negra. La mayoría,
pero no todos. Una sociedad libre implica derechos pero también deberes
elementales. Por demasiado tiempo los cubanos han vivido encerrados en el
engaño, la mansedumbre y el “resolver” sin remedio. Por décadas han aprendido a
darle la vuelta a los problemas, y asistir hoy al desfile y recibir mañana al
pariente que viene de Miami; levantar la mano en la asamblea y esperar llegar a
la casa para ver si finalmente le dejaron el “paquete”, con películas
extranjeras, programas “de afuera” o anuncios comerciales de productos con los
que sueña pero no encuentra en las tiendas.
Enfrentar la necesidad urgente de crear
los medios que posibiliten los cambios, para que el cubano devenga en un
individuo capaz de enfrentar los retos y beneficios de un Estado democrático y
una sociedad civil, es tan apremiante como discutir las bases económicas y
políticas de la nación del futuro.
Conocer cómo piensan y actúan las
personas que por demasiado tiempo han sobrevivido en un país en ruinas abarca
un universo más amplio que las discusiones políticas.
Lo que se ha estado fraguando durante los
últimos años en Cuba es un escenario extremadamente volátil, que hasta ahora el
gobierno de la Isla ha logrado controlar con represión y promesas.
Todo ello lleva a un aumento de las
posibilidades de un estallido social. De producirse esta fragmentación violenta
—y con independencia del resultado de la misma— el uso del caos y la fuerza
como solución de los problemas se convertiría en un patrón de conducta adoptado
por una parte de la población de la Isla, que limitaría o impediría el avance
social.
Fotografía: Marcha en La Habana contra la violencia. Foto de Irina Echarry, tomada del sitio Havana Times.
Este artículo también aparece publicado en Cubaencuentro.