Uno de los logros de la película Diálogos de Exiliados, del fallecido
realizador chileno Raúl Ruiz —un filme menor por otra parte—, es que logra
transmitir el carácter temporal del exilio y la fragilidad del que acaba de
abandonar su patria.
Esos apartamentos hacinados de chilenos,
recién llegados a un país extraño del que desconocen lenguaje y cultura; esas
diferencias que se van estableciendo entre quienes dominan el francés y los que
apenas lo chapurrean, muestran un conjunto en que las actividades políticas ―de
denuncia al régimen de Pinochet― son tanto un elemento de unión como un medio
de supervivencia.
Si uno busca situaciones parecidas en el
exilio cubano, principalmente en Miami, encuentra que es más fácil establecer
diferencias que similitudes. No porque quienes abandonaron la isla no hayan
sufrido privaciones semejantes, sino porque al evocarlas es imposible no
referirse al momento en que ocurrieron.
Mientras el exilio chileno se precisa en
tiempo y espacio, el cubano es global geográficamente, parcelado en etapas
políticas y sucesos, y definido por confrontaciones y oleadas migratorias. La
consecuencia es que, al hablar de exilio cubano, siempre hay que poner una
fecha por delante, y en muchos casos hasta un país.
El sentimiento de pérdida, que siempre
caracteriza al exilio, en el caso cubano se transforma y esconde. El desamparo
casi desaparece con el establecimiento de un núcleo activo y triunfador, que
domina una ciudad, Miami. En este sentido, el afán de regreso, que llegó a
producir un estado de ánimo caracterizado por el desgarramiento hasta la década
de 1990, se ha trastocado en triunfos indiscutibles, no sólo en el terreno
económico y empresarial, sino también en diversas profesiones y ―para bien y
para mal― en la esfera política local y nacional.
Si cuando alguien resuelve emigrar se
impone fatalmente la obligación de avanzar en su nueva nación, el cubano ha
cumplido a plenitud el designio, aunque al mismo tiempo lo ha perseguido la
incapacidad para lograr un cambio de régimen en el país de partida.
Esa frustración ha sido contrarrestada por
los evidentes logros de una comunidad con un poder político hipertrofiado en
Washington. Esa especie de geometría torcida no se detiene, y ha llegado al
extremo de alentar la esperanza de que el senador Marco Rubio se convierta en
presidente de Estados Unidos, como el camino más largo imaginable para lograr
un triunfo político: al no poder colocar un mandatario en Cuba, ocupar la Casa
Blanca actúa como un premio de consolación.
Lo singular en todo esto es que los
perdedores en la lucha contra Fidel Castro se han convertido en héroes del
exilio. El culto al perdedor impera en la historia, los recuentos de fechas,
las ediciones especiales de la prensa e incluso en un sector de la literatura
del exilio.
Tanta añoranza tiene un valor catártico y
saludable, mientras no incurra en la justificación de acciones terroristas, con
el argumento de que “Castro hizo lo mismo”. Además de infantil (es el niño que
justifica sus maldades acusando a su hermano de un comportamiento similar),
este argumento de justificación de la violencia indiscriminada acerca
peligrosamente― y aquí esta palabra no
se usa para adjetivar sino para caracterizar una situación― la actitud y los
valores de un grupo de exiliados con los de sus opuestos en el régimen
castrista.
Cualquier intento de derrumbe de un
gobierno por medio de la violencia terrorista debe ser condenado. Si hubiera
tenido éxito, se habría convertido en otra vuelta de la espiral de frustración
y odio que recorre la historia cubana.
La asociación entre fracaso bélico y
acciones terroristas no evidencia el recurrir al terror como última instancia
—ante la superioridad del enemigo—, aunque tampoco excluye este argumento. Es
más bien una exigencia de definición: o conmigo o contra mí.
Ese exigir una definición en blanco y
negro se hizo práctica común en Cuba después del triunfo de Fidel Castro. Por
un tiempo ―por demasiados años― el exilio adoptó este principio no solo como
táctica: fue su razón de ser. Las frecuentes llamadas a no ofender el '“dolor
del exilio” no han resultado más que advertencias claras a no cuestionar el
“poder del exilio”. Lo curioso es que muchos partieron hacia Estados Unidos
precisamente ―entre otros motivos― para abandonar esa rigidez. Por ello el
mejor ―y quizá único― cambio introducido en la naturaleza política de Miami,
por las nuevas generaciones de exiliados, es el rechazo a subordinarse a esa
inquisición versallesca.
¿Perdura hoy en día en Miami ese intentar
definir cualquier actividad, desde oír música en la radio hasta asistir a un
cabaret, bajo el rigor ideológico? Perdura sí, pero no avanza. Estamos en las
antípodas del régimen castrista. Si en La Habana quienes están al mando
prefieren anquilosar el sistema como única forma de sobrevivir, aquí el avance
es indetenible.
Ello hace que la batalla de quién canta y
quién no resulte cada vez más ridícula. Si es posible que aún se escuche en el
futuro algún bullanguero opositor a que venga “Juancito” o “Pedrito”, ya es hora también se cambie el
disco entre quienes hablan de intolerancia en esta ciudad, al menos en lo que
respecta a los músicos de la isla.
La fragilidad del exilio cubano se define
entonces no por el desamparo, sino por la dependencia a lo que ocurre en la
isla. Un exilio reactivo y no activo es lo que nos define.