Mario Vargas Llosa ha escrito un buen artículo
—casi estuve tentado de decir un formidable artículo— desde su óptica
neoliberal, en que, como han hecho otros, vincula la debacle del equipo de
fútbol brasileño en la Copa Mundial con la situación económica y política
actual de Brasil.
“Todo nace con el Gobierno de Lula da
Silva (2003-2010), quien, según el mito universalmente aceptado, dio el impulso
decisivo al desarrollo económico de Brasil, despertando de este modo a ese
gigante dormido y encarrilándolo en la dirección de las grandes potencias. Las
formidables estadísticas que difundía el Instituto Brasileño de Geografía y
Estadística eran aceptadas por doquier: de 49 millones, los pobres bajaron a
ser sólo 16 millones en ese período y la clase media aumentó de 66 a 113
millones. No es de extrañar que, con estas credenciales, Dilma Rousseff,
compañera y discípula de Lula, ganara las elecciones con tanta facilidad. Ahora
que quiere hacerse reelegir y que la verdad sobre la condición de la economía
brasileña parece sustituir al mito, muchos la responsabilizan a ella de esa
declinación veloz y piden que se vuelva al lulismo, el Gobierno que sembró, con
sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe”,
señala Vargas Llosa.
“La verdad es que no hubo ningún milagro
en aquellos años, sino un espejismo que sólo ahora comienza a despejarse, como
ha ocurrido con el fútbol brasileño. Una política populista como la que
practicó Lula durante sus Gobiernos pudo producir la ilusión de un progreso
social y económico que era nada más que un fugaz fuego de artificio. El
endeudamiento que financiaba los costosos programas sociales era, a menudo, una
cortina de humo para tráficos delictuosos que han llevado a muchos ministros y
altos funcionarios de aquellos años (y los actuales) a la cárcel o al banquillo
de los acusados. Las alianzas mercantilistas entre Gobierno y empresas privadas
enriquecieron a buen número de funcionarios y empresarios, pero crearon un
sistema tan endemoniadamente burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido
desalentando la inversión. De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en
faraónicas e irresponsables operaciones, de las que los gastos emprendidos con
motivo de la Copa Mundial de Fútbol son un formidable ejemplo”, agrega el
premio Nobel de Literatura.
“Es verdad que Brasil había sido un
gigante que comenzaba a despertar en los años que lo gobernó Fernando Henrique
Cardoso, que ordenó sus finanzas, dio firmeza a su moneda y sentó las bases de
una verdadera democracia y una genuina economía de mercado. Pero sus sucesores,
en lugar de perseverar y profundizar aquellas reformas, las fueron
desnaturalizando y regresando el país a las viejas prácticas malsanas”, agrega
el novelista.
En muy buena medida es cierto lo que dice
Vargas Llosa sobre Lulla y Rousseff, pero no lo es tanto a la hora de recordar
el gobierno de Cardoso y la situación en Brasil que permitió la llegada de Lula
al poder. El escritor pasa por alto que tanto Lula como Rousseff llegaron al
poder en una elecciones democráticas y no en una situación nacional bien
diferente a la que llevó a la presidencia a Hugo Chávez en Venezuela y Evo
Morales en Bolivia, en un país que no era presa de la inseguridad política y
que no estaba plagado de un historial de gobiernos extremadamente corruptos,
inestables y en medio de un caos político que llevó a sus ciudadanos a poner en
duda los valores democráticos.
Vargas Llosa olvida o pasa por alto es la
corrupción también existente durante las reformas neoliberales. Cuando las
privatizaciones en Latinoamérica no hicieron más que convertir a los monopolios
públicos en monopolios privados, transfiriendo buena parte de las ganancias a
los gobernantes o los amigos de los gobernantes. Lo que realmente se perseguía,
argumentaban los neoliberales entonces y ahora, era la transferencia de
empresas del estado al sector privado, para de esta forma sanearlas,
modernizarlas y obligarlas a competir y a prestar mejores servicios. Tenían y
siguen teniendo en parte la razón en su defensa, pero siempre la han empleado,
como ahora hace el novelista, en una justificación de su ideología, en lugar de tratar de comprender las limitaciones
inherentes al concepto.
Cuando Brasil comenzó su apertura
neoliberal, bajo la presidencia de Cardoso en 1995, las inversiones extranjeras
contribuyeron a estabilizar la economía, reducir la inflación, crear nuevos
empleos e impulsar el crecimiento. Pero en 1999 el modelo comenzó a mostrar los
problemas que se agudizaron después, debido en un primer momento por la caída
de los mercados asiáticos y el desbarajuste en Rusia, y luego por la crisis
latinoamericana y mundial.
La fuga de capitales extranjeros se
intensificó luego de la debacle argentina, en enero de 2002, con el temor de
que también Brasil dejara de pagar su deuda externa. No logró la calma el apoyo
que al final le otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI) —con un préstamo
de emergencia de $30,000 millones. Los empresarios, la clase media, los
trabajadores, campesinos y desempleados temían un futuro que continuara
aferrado a la situación cotidiana. Botaron por el cambio porque no creían que
de continuar la política actual, les deparara nada bueno. Prefirieron la
esperanza —con su carga de incertidumbre— a continuar encerrados en la arcadia
del presente. No se opusieron al capitalismo, sino a la avaricia del sector empresarial
internacional. No estaban en contra de los fabricantes nacionales —todo lo
contrario. Lo que rechazan es la banca mundial que los agobiaba.
En vísperas de la elección que le dio el
triunfo a Lula, en octubre de 2002, publiqué un artículo en Encuentro
en la red, donde intenté señalar
las razones de un posible triunfo de Lula y el peligro político, ideológico y
económico que significaba, para Brasil y Latinoamérica, que llegara a la
presidencia un personaje que si bien había adoptado la corbata ejecutiva y un
discurso más pausado, no dejaba de ser un izquierdista tradicional. Sería
entonces —como fue— el regreso del cangaceiro,
no del bandido del sertao, sino del
símbolo del Cinema Novo: el mito del defensor de los desposeídos, la
esperanza campesina que llegaba al centro industrial del país —procedente del
nordeste campesino y empobrecido— para convertirse en obrero y recordarle a
todos que los miserables también existen.
Por supuesto que ese regreso significaba
también —señalaba entonces— un segundo aire para una izquierda latinoamericana
que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder Lula no
parecía ser —y no fue ni es— un nuevo Chávez. Sin embargo, el régimen de
Caracas ganaba con contar con un amigo al mando de la más importante nación latinoamericana.
Tampoco el dirigente sindical se vislumbra como otro Castro, pero La Habana
salía beneficiada con un aliado político, que con Rousseff se convirtió también
en un socio económico —y de primer orden.
Acabo de recordar lo escrito entonces, y
si alguien quiere leerlo lo puede encontrar también aquí.